SYMBOLOS
Revista internacional de
Arte - Cultura - Gnosis
 

EL TEATRO, VEHICULO DE CONOCIMIENTO *
CARLOS ALCOLEA

El teatro entendido como vehículo de conocimiento, es un soporte que en sí mismo contiene la idea de que la vida es ilusión, o como muchos autores han proclamado, un sueño, una realidad menor que se encuentra circunscrita a lo ilimitado. También un modelo válido para comprender que los condicionamientos y restricciones inherentes a la propia existencia, son puertas a lo indeterminado. O sea, que desde esta perspectiva, el hombre puede ser visto como un actor al que no le queda otra que actuar, dada su ubicación en este gran escenario que es el mundo, y a través de la propia actuación, comprender que existe la posibilidad de superar los límites que enmarcan lo manifestado, incluyendo la individualidad, que no es sino un compuesto de formas corporales y mentales, siempre condicionadas por el medio en mayor o menor medida. Por lo que es mejor no implicarse demasiado en el papel que a cada cual nos toca representar hasta el punto de creer que nuestras circunstancias personales, tan efímeras como la vida misma a la que pertenecen, constituyen la única realidad posible. Todo es cambiante, nada permanece excepto las Ideas arquetípicas, que disfrazadas bajo diferentes ropajes se difunden a través de los tiempos, eternamente auténticas y vivificantes. En este sentido, el teatro constituye una de las muchas formas artísticas en que lo inexpresable continúa manifestándose como posibilidad siempre viva que contiene en sí la capacidad de actualizar los principios divinos, como lo atestigua el hecho de que a pesar de la decadencia que vivimos, en nuestros días se sigan realizando numerosas representaciones teatrales sobre textos clásicos y aún sapienciales. Igualmente destacar la labor de aquéllos escritores verdaderamente inspirados y por ello inspiradores, desgraciadamente mucho más numerosos en épocas anteriores a la nuestra. Autores que nos han dejado una gran cantidad de obras asombrosamente lúcidas. Incluso algunas nuevas que están viendo la luz ahora, cuya cualidad esencial y didáctica contribuye a transmitir y mantener viva la llama de la Tradición Unánime y Primordial, que de esta forma se expresa a través de textos claramente significativos; cuyos personajes, situaciones y conflictos no son solamente un reflejo psicológico y social del momento, sino que además representan un modelo simbólico de otros planos que exceden a este en el que estamos insertados. En cualquier caso, lo que más abunda en estos tiempos es una preocupación obsesiva por contar historias más bien rasantes, en donde lo anecdótico, psicológico o la denuncia social (por cierto muy a la moda), constituyen el núcleo de la trama, sin posibilidad de nada que vaya más allá. Si uno es lo que conoce, y aquello que se conoce sólo es mediocridad impuesta por el medio, pocos resultados se pueden esperar.

No es el caso de escritores como William Shakespeare, cuyas obras siempre resultan vivas y actuales. Y no sólo porque en ellas esté implícita una reflexión sobre las relaciones humanas y sus pasiones como se ha dicho una y otra vez, las que por cierto muchos de los estudiosos y eruditos del teatro toman como universales, cuando en realidad, desde la perspectiva que tratan el tema son puramente individuales. En este sentido hay demasiada confusión y se tiende a establecer vínculos por lo bajo, es decir, que se le da tanta importancia a lo mental (egos, fobias, manías, etc), que al parecer no hay otra posibilidad que la de pretender universalizar lo individual desde un punto de vista psicológico. Dentro de un enfoque tan reducido como es éste el caso, sólo cabe hablar de poder, odio o amor, como aspectos sin posibilidad de reconciliación. Si los textos de Shakespeare siguen resultando tan novedosos, es porque las ideas que se expresan en ellos son atemporales, es decir arquetípicas, divinas si se quiere. Y los resultados son los que ya se conocen, obras que reúnen conceptos esenciales, en donde lo particular es ante todo un reflejo de lo universal. En este sentido, resulta interesante recurrir a alguno de estos dramas para darse cuenta de la sutileza con que se desarrolla su argumento. Por ejemplo, El Mercader de Venecia, esconde un conjunto de ideas Herméticas, Neoplatónicas, Cristianas y aún Cabalísticas, expresadas de forma simbólica a lo largo de toda la obra. Al mismo tiempo y de una forma menos velada, se muestran importantes acontecimientos que por aquélla época tenían lugar en Europa: una aversión generalizada hacia los judíos expulsados de Sefarad, e instalados en países como Italia, lugar donde se ubica esta obra. Lo que se pretende señalar es que esta migración masiva marcó en mucho los derroteros de Europa, y Shakespeare así lo indica solapadamente, pues gracias a ello se expandió por el viejo continente un pensamiento que fue un impulso regenerador en todos los sentidos. Nos referimos a la Cábala. Particularmente este éxodo resultó muy traumático para la gran mayoría de afectados, pero desde una perspectiva más universal fue una gran cosa, pues gracias a ello se dio la posibilidad de una adaptación, y porqué no decirlo, de una renovación en cuanto al pensamiento sapiencial y sagrado que es el que en definitiva, querámoslo o no, marca y define una cultura, y Shakespeare, embebido de ello lo señaló con gran acierto. En efecto, en esos días una gran disputa religiosa, social y moral enfrenta a cristianos contra judíos, pero ambas facciones, opuestas por intereses más bien oscuros y por lo tanto mundanos, no ensombrecen a un pensamiento que supera en mucho cualquier oposición. De ahí que los auténticos sabios de la época vieran claro que no puede existir contradicción en dos ramas que pertenecen a un mismo tronco y por ello, la doctrina unánime y primordial se renovó y asimiló en lo que se podría denominar como Tradición Judeo-Cristiana. Desde este enfoque, la escena de la fuga de Jéssica (hija del judío prestamista), con Lorenzo (un joven cristiano), bien puede simbolizar la conjugación de estos dos aspectos regenerados y unidos por Amor.

LORENZO: (...) Aquí vive mi suegro, el judío. ¡Eh!, ¿quién hay ahí?

Se asoma Jéssica, arriba, vestida de muchacho.

JÉSSICA: ¿Quién sois? Decídmelo, para mayor seguridad, aunque juraría que conozco vuestra voz.

LORENZO: Soy Lorenzo, tu amor.

JÉSSICA: Lorenzo, ciertamente; y mi amor, desde luego, pues, ¿a quien amo yo tanto? Y ahora ¿quién sabe si soy tuya, Lorenzo, sino tú?

LORENZO: El cielo y tus pensamientos son testigos de que lo eres.

JÉSSICA: Ea, toma esta arqueta: vale la pena. Me alegro de que sea de noche, y no me veas, pues estoy muy avergonzada de mi cambio; pero el amor es ciego y los amantes no pueden ver las lindas locuras que cometen: pues si pudieran, hasta Cupido se ruborizaría al verme así transformada en un muchacho.

LORENZO: Baja, pues has de ser mi porta antorchas.

JÉSSICA: ¿Cómo, he de sostener la luz para que se vea mi vergüenza? Ella misma, a fe, ya está bastante clara. Ay, amor, ése es un cargo para hacer ver, y yo habría de oscurecerme.

LORENZO: Y así lo haces, amada, precisamente con el delicioso vestido de muchacho. (...). (William Shakespeare. El Mercader de Venecia. Acto II. Escena VI).

A este respecto, hay que añadir que durante la diáspora de Sefarad, es decir, la expulsión de los judíos, muchos hebreos se convirtieron al cristianismo con el propósito de pasar desapercibidos bajo ese disfraz. Así, encubiertamente y sin ser molestados pudieron continuar con sus tradiciones, preservando una sabiduría ancestral expresada, como ya se ha señalado más atrás, a través de la Cábala, la que junto con otras doctrinas terminarán por renovarse gracias al intercambio intelectual entre cabalistas, hermetistas, magos, teúrgos, etc. Como se ve, a lo largo de la historia los fundamentos divinos siempre se manifiestan de una u otra manera, pues constituyen los pilares sobre los que se asienta una cultura. ¿Qué sería de una civilización sin un soporte sagrado, un centro alrededor del cual organizarse, y qué otra cosa mejor para el buen funcionamiento de un pueblo que seguir el ejemplo de la Perfección, situada en un plano más allá de cualquier juicio individual y personalizado? Entonces, desde el punto de vista de lo particular, ¿quién se atreve a juzgar, a dictaminar sin temor a equivocarse lo que será mejor en esta o aquélla situación?, Como dice Albany, esposo de una de las hijas del Rey Lear,

ALBANY: "(...) buscando mejorar, estropeamos a menudo lo que bien está". (William Shakespeare. El Rey Lear. Acto I. Escena IV).

Y es que lo mejor no siempre es lo pretendidamente bueno y viceversa. En cualquier caso y ante la duda, quizá sean convenientes los preceptos del bufón, que aconseja al Rey Lear rodearse de Prudencia, Humildad y Generosidad. Tres virtudes, o mejor, tres Gracias que iluminan un camino complicado por lo paradójico.

BUFÓN: "¡Atento, amo!
No enseñes todo lo que tienes
ni digas todo cuanto sepas,
prestando menos de lo que posees,
usa el caballo y no las piernas,
no creas todo lo que dicen,
tampoco todo lo que veas,
si permaneces en tu casa
no arriesgas todo lo que llevas;
déjate de bebidas y de putas
y tendrás más de veinte por veintena".
(William Shakespeare. El Rey Lear. Acto I. Escena IV).

Al parecer, los pensamientos del bufón encubren cierta sabiduría tras la máscara de su aparente locura, por lo que no es únicamente un personaje bromista que suelta ocurrencias más o menos graciosas poniendo en tela de juicio todo lo que ve.

Es así como se entendía en la Edad Media, donde el juglar era por ello identificado en cierto modo con el bufón; y se sabe, por otra parte, que el bufón era también llamado "loco", aunque realmente no lo fuera, (...). Si a ello se añade que el juglar, (...), es habitualmente un "errante", es fácil comprender las ventajas que ofrece su papel cuando se trata de escapar a la atención de los profanos o de desviarla de lo que conviene dejar que ignoren, sea por razones de simple oportunidad, sea por otras razones de un orden mucho más profundo. En efecto, la locura es en suma una de las máscaras más impenetrables de las que la sabiduría puede cubrirse, ya que es su extremo opuesto; es la razón de que en el Taoísmo, los "Inmortales" son siempre descritos, cuando se manifiestan en nuestro mundo, bajo un aspecto más o menos extravagante e incluso ridículo, y que, por añadidura, no está exento de cierta "vulgaridad", (...). (René Guénon. Iniciación y realización espiritual. Cap. XXVII. "Locura aparente y sabiduría oculta").

O sea, que tras la apariencia de gracioso y excéntrico se ocultaban algunos de los grandes iniciados para cumplir en el exterior con alguna misión especial o bien para pasar desapercibidos entre la multitud ignorante, que por lo general no debía comprender sino muy superficialmente la profundidad de lo que se recitaba o cantaba. Desde luego, siempre ha habido seres, que por distintos motivos armonizan de manera natural con aquéllas vibraciones sutiles, es decir, ideas divinas, que resuenan en el corazón, estimulando el recuerdo de lo más esencial. Escuchar los acordes del sonido inaudible en la forma que sea, significa experimentar en simultaneidad una afinidad inmediata hacia esas ideas, siempre presentes en el ser humano y todo cuanto le rodea, pues ellas y sólo ellas, son las que dan sentido y en definitiva conforman el propio tejido de la vida, la chispa vital. Lo semejante atrae a lo semejante.

LORENZO: (...) ¡Con qué dulzura duerme la luz de la luna en ese macizo! Nos sentaremos aquí y que los sones de la música se deslicen en nuestros oídos: la blanda calma y la noche se hacen notas de una dulce armonía. Siéntate, Jéssica. Mira cómo el firmamento del cielo está densamente tachonado de patenas de oro claro: hasta en la más pequeña esfera que observes hay un ángel que canta en su movimiento, haciendo coro siempre a los querubines de ojos niños. Tal armonía hay en las almas inmortales; pero mientras esta fangosa vestimenta de corrupción siga groseramente cerrada, no podemos oírla.

Entran los músicos.

¡Vamos, venid! Despertad a Diana con un himno: con los toques más dulces, penetrad en el oído de vuestra señora y atraedla con la música. (Música).

(...) Observa sólo una manada salvaje y retozante, o un grupo de potros jóvenes y sin domar, dando locos saltos, aullando y relinchando, conforme a la naturaleza caliente de su sangre: si por casualidad oyen sonar una trompeta o si un aire de música toca sus oídos, notarás que se detienen a la vez, y sus ojos salvajes se reducen a una mirada humilde por el dulce poder de la música: por eso el poeta fingió que Orfeo movía árboles, piedras y ríos: puesto que no hay nada tan terco, duro y lleno de cólera que la música no lo cambie de naturaleza por algún tiempo. El hombre que no tiene música en sí mismo y no se mueve por la concordia de dulces sonidos, está inclinado a traiciones, estratagemas y robos; las emociones de su espíritu son oscuras como la noche, y sus afectos, tan sombríos como el Erebo: no hay que fiarse de tal hombre. (...). (William Shakespeare. El Mercader de Venecia. Acto V. Escena I).

La poesía implícita en la propia estructura de estas ideas, encuentra eco en todos los mundos o planos, conformando una composición armoniosa que sobrepasa la audición física. Como una música que emanada por las potencias celestes resuena en el interior del hombre de forma tan sutil como imperceptible para los sentidos, que sólo captan impresiones sensibles. Por ello, difícilmente se pueden llegar a percibir estos acordes divinos si no es por la contemplación, un estado de carácter interior, a través del cual puede experimentarse el sonido inaudible del infinito. En efecto, el ser individual tan atraído por las formas exteriores, ha perdido la noción esencial de las cosas y ya no se ve como lo que siempre ha sido: un reflejo del Ser Universal. Vivificar este estado supone vibrar al mismo tono que marca el diapasón divino. Tal cual la armonía implícita en el movimiento de las esferas planetarias, cuyos desplazamientos y rotaciones unas alrededor de otras y sobre sí mismas, tienen su origen en la idea de Equilibrio, expresada a través de un sistema de fuerzas en permanente oposición y conjugación, que establece una dialéctica, un orden acompasado en el que se reproducen los ritmos y ciclos cósmicos a imagen de la eternidad inmóvil, manifestada en el alma humana como una bella danza, en donde se alternan distintas respiraciones y desplazamientos, contracciones y expansiones, vinculadas a vibraciones de carácter sutil, que promueven silencios y pautas sonoras, marcan intervalos y cadencias rítmicas que definen el entramado de la existencia individual, tanto más acorde con el origen, cuanto más armonice con aquéllas emanaciones primigenias.

La idea de Armonía, entendida como unión en lo divino, equivale a la vivificación de aquello que está detrás de todo el entramado universal, es decir, de lo innombrable. Por ello, aquél que por la Gracia liga con lo sagrado, y es conducido hasta el centro del Sí mismo, comprende de manera esencial, los distintos e indefinidos aspectos de lo manifestado, pues en esa espontaneidad posee la capacidad de nombrar todas las cosas verdaderamente, ya que conoce el modelo arquetípico, el molde que las ha generado que es en definitiva lo que les confiere su nombre prototípico. Dicho de otro modo y por semejanza, cuando un ser humano deviene uno con la deidad, puede afirmarse que su situación ya no es únicamente individual sino ante todo universal, y por ello vinculada con la función esencial que desempeña como mediador entre lo divino y lo terrenal.

En el fondo, el teatro entendido en su más alto significado es así, se encuentra estrechamente emparentado con un conocimiento que trasciende la propia individualidad. Gracias a ello se pueden establecer relaciones y analogías entre esta disciplina artística y lo que ella misma simboliza. A la luz de estos principios, todo lo pretendidamente metódico y/o academicista que pretenda encasillarlo perderá relevancia. Lo sagrado no entiende de procedimientos clasificatorios ni sistematizaciones, por su propia naturaleza libre y despojada de todo condicionante. Ni siquiera la más eminente escuela o enseñanza profana puede compararse al Colegio Invisible, donde se aprende de forma directa, sin intermediarios, siendo uno con el Ser Universal.

Por lo que ante todo, y pese a que generalmente occidente no lo reconoce, el teatro (como todo Arte Tradicional), es un vehículo simbólico, y como tal lleva en sí la unión entre la sustancia (el hombre), y la esencia (la idea creadora). Como punto de partida, se requiere una predisposición sincera a estas ideas, una receptividad indispensable que posibilite la encarnación con el Ser. Además, la fluidez en el trabajo interpretativo siempre será más desenvuelta y bella en la medida en que se produzca ese vaciamiento necesario, apto para albergar la posibilidad del Conocimiento, a partir de lo cual se puede representar cualquier personaje de forma abierta y libre. Es entonces cuando se puede hablar de vocación en su verdadero y más auténtico significado. En este sentido, si el ser humano nace con unas cualidades esenciales, que lo determinan para cumplir este o aquél oficio en conformidad con lo Sagrado, esta nuestra querida sociedad debería tener en cuenta dichas posibilidades en vez de descartarlas de antemano. Otra degradación más que se suma a la larga lista de las que vienen produciéndose desde hace ya mucho tiempo de forma cada vez más alarmantemente generalizada, y todo en nombre del igualitarismo, cuya pretendida infalibilidad no es sino una gran patraña, producto del afán democrático. En efecto, si no hay dos seres humanos repetidos sobre la faz de la tierra, ¿Por qué se nos trata como si fuéramos autómatas que funcionan por repetición? Así es como se genera un odio monstruoso hacia el mundo, ya que el hombre se siente vacío, incomprendido, al no poder desarrollar aquellas facultades que le son innatas y que están vinculadas a lo divino. Estas capacidades de las que hablamos, son magníficos vehículos de conocimiento, pues llevan en sí la posibilidad de ligar con lo suprahumano. Cosa evidente para una sociedad tradicional, en donde cada cual desempeña una función, cumple con un oficio coincidente con las características naturales y temperamentales de cada individuo. De este modo se organiza una comunidad sagrada, en conformidad con la estructura cósmica que le sirve de modelo.

Las miríadas de estrellas inscritas en la bóveda celeste, giran alrededor de la Polar que signa el centro inmutable desde donde se organizan las revoluciones celestes del universo, imagen simbólica de la inalterabilidad del Principio rector, que desde su trono gobierna los cielos invisibles.

CESAR: Me podría dejar conmover, si fuera como tú: si supiese rogar para conmover, los ruegos me conmoverían: pero soy tan constante como la estrella Polar, que no tiene en el firmamento pareja de su condición fielmente fija e inmóvil. Los cielos están pintados de innumerables centellas: todas son de fuego, y cada cual brilla: pero hay sólo una entre todas que permanezca en su sitio. Así es en el mundo: está bien provisto de hombres, y los hombres son de carne y hueso, y comprenden; pero en todo su número, conozco uno solo que mantenga su rango inconmovible, sin agitarse con el movimiento: y ese soy yo. (...) (William Shakespeare. Julio César. Acto III. Escena I).

Lo que le confiere al emperador su legitimidad para gobernar, es la posición central que ocupa, entendida no como una ubicación física, sino más bien como un estado supraindividual, el único válido para dirimir con verdadera justicia los designios de una nación, cuya administración y reglamentos configurados según la armonía universal, concilian todos y cada uno de los aspectos sociales. Podría decirse que la propia Sabiduría, encarnada por el dirigente de forma espontánea, es la que ordena el mundo, sin inmiscuirse lo individual o personal, que tampoco debe ser menospreciado. Bien al contrario ha de valorarse, pero en su justa medida, por ser el soporte a través del cual se expresa lo espiritual. "Al César, lo que es del César".

Aquél que ha alcanzado el centro de la "rueda cósmica", está completamente desapegado del resultado de toda acción, y por ello no actúa sino espontáneamente, libre de cualquier condicionante. Este es el significado del "No hacer" que todas las tradiciones han formulado cada cual a su manera, y que no guarda ninguna relación con la pasividad o el quietismo que muchos han creído ver en esta enseñanza, confundiendo estos términos con algo tan distinto como es el carácter receptivo necesario para recibir una influencia espiritual. En cualquier caso, se trata de una cuestión que supera en mucho cualquier expectativa particular, por lo que obviamente tiene más que ver con la Voluntad divina que con la individual, siempre secundaria con respecto a la primera.

Dicho lo cual afirmamos, que toda actividad artística desarrollada con una actitud interesada, ya sea buscando un cierto reconocimiento individual, social o de otra índole (como puede ser una necesidad de auto superación y crecimiento personal, muy acorde con la psicología y la moda "new age" de hoy día), un enfoque así, decimos, solo alcanza cuestiones más bien relativas y secundarias. Por el contrario, cuando un trabajo está realizado sin más premeditación que la de hacerlo verdaderamente bien hecho, es decir, cuando está "Hecho con Arte", a imitación del modelo prototípico, la valoración de dicho trabajo como tal se da por sí sola, pues Es Perfecto en Sí Mismo. En un caso así, el artista reconoce que el mérito trasciende la propia individualidad, y aunque pueda firmar la obra con su nombre, como actualmente se hace, sabe que en realidad tal obra es anónima, es decir, comprende cabalmente que es una manifestación de lo Eterno y por lo tanto se ve a sí mismo como un vehículo a través del cual se revela lo divino. Este enfoque tan insólito para el hombre de nuestros días, puede aportar nuevas e interesantes posibilidades sobre el auténtico valor del anonimato, que entendido en su más alta expresión, se practicaba en todos los oficios y artes durante la edad media y otras épocas, guardando estrecha relación con el misterio insondable que representa la Eternidad, cuya cualidad atemporal no puede ser nombrada de ninguna forma, pues hacerlo sería rebajarla a lo perecedero, a lo terrenal, cosa del todo punto imposible por su propia condición.

Los iniciados de todos los tiempos y lugares se refieren a ello como un secreto, dado su carácter abstracto y por ello intransferible, es decir, incomunicable, si no es a través del símbolo, cuya inteligibilidad es posible gracias al espíritu, que como se dice, sopla donde quiere.

Como ya se sabe, en la actualidad el asunto del anonimato resulta impensable. La mayoría de nuestros artistas, firman sus obras como una reivindicación personal de los logros pretendidamente artísticos, gracias a los cuales se puede destacar entre la multitud. Por ello, el valor de una obra tiene más que ver con la firma del autor que con otra cosa. Por otro lado, y dada la gran degeneración actual, no suscribir una obra, supone casi con toda seguridad que otros la utilicen para sus propios fines, como sucede con textos sapienciales, que son tergiversados y lo que es más grave, manipulados de forma interesada con objetivos perversos.

Por lo que se ve, el tema de la autoría se ha llevado al extremo. Pero lo que casi nadie tiene en cuenta es el inconveniente que supone para el individuo esa necesidad que generalmente se tiene por alcanzar un reconocimiento social en mayor o menor grado, y que no es sino un gran impedimento para la fluidez de lo sutil en cualquier labor. Y si bien es cierto, que un actor de estas características puede llegar a tener cierto nivel interpretativo, no es menos verdad que el propio deseo le impedirá ir más allá de lo meramente formal y por lo tanto, será difícil que su trabajo sea Bello en Sí mismo, pues su centro de atención estará localizado en lo superficial, es decir, en lo externo, con exclusión de aquéllos aspectos más esenciales, de carácter interior, que se manifiestan a través del silencio, produciendo certezas inesperadas que ligan con la perennidad de lo eterno.

Toda acción llevada a cabo de forma oportunista, es decir, por cuestiones particulares más bien interesadas, es producto del ego que desea conseguir algo para su propio beneficio. Dicha acción al estar condicionada por el deseo, no posee en sí misma un carácter espontáneo, en armonía con la instantánea totalidad, como sería el caso de aquél que situado en el centro, y por lo tanto más allá de cualquier contingencia, experimenta que su propia individualidad es nada más y nada menos, que un vehículo a través del cual se expresa la divinidad, una caña hueca por la que se manifiestan los acordes del sonido inaudible, que tantas veces fueron cantados y recitados por el juglar de la edad media y el renacimiento

(...) Que entre chanzas, bromas y alegrías reproduce de manera amable las acechanzas, gestos y paradojas de su Creador. Nuestro personaje canta mediante artilugios la realidad de lo creado de la cual él sólo se vive como un actor en la indefinitud de los gestos y las memorias que habitan el teatro del mundo. El juglar es un títere entre títeres que repite, recreándola, a la creación original de la cual es un instrumento. Siempre penando, o en fiesta, aquel juglar que todos poseemos nos alegra a veces con una esperanza que ya fue, o con un pasado totalmente futuro. Estos personajes, como (...) El Loco (...) y El Mago, recorrieron (y recorren), según el Tarot, los caminos de Europa y el mundo. (Federico González. El Tarot de los Cabalistas. Vehículo Mágico. Pág. 176. Edit. Kier).

Otra de las trabas más comunes en este oficio, es querer entender racionalmente su mecanismo, y por ello a menudo el actor se pregunta cual será la manera más adecuada de interpretar este o aquél personaje. En realidad, en la pregunta ya surge el primer obstáculo, pues de lo que se trata es de encarnar el personaje, osea, de ser este personaje, y no de preguntarse cómo podría ser este personaje. Y cuanto más se lucha por intentar racionalizarlo, más alejado se está de comprender la sutileza del asunto, que ante todo exige un "rendirse" a aquello que siempre ha estado en uno mismo, lo que entronca con la indefinidad de posibilidades inherentes al Ser universal.

Un verdadero rapsoda, un bardo, un vate (adivino, poeta), en definitiva un actor que se precie como tal, debe tener plena consciencia de que no actúa por sí mismo ni para sí mismo, sino que trabaja con un fin que le supera y que va más allá de su condición individual, por lo que se encuentra en continua

(...) lucha por imponerse a si mismo con la ayuda de si mismo; por definición y vocación estará permanentemente solo y permanecerá incomprendido. En ese –y en todo– sentido el bardo no difiere del héroe y su comportamiento. El vate es un poeta y adivino, como el profeta, que actualiza siempre la perennidad del tiempo. La profecía es un don que se obtiene por inspiración y se refiere siempre al presente que es el único lugar en la geografía de lo Eterno (...). (Reseña escrita por Federico González. Sobre el poeta Antonio Fernández Molina. Libros del Innombrable).

La obra de arte (que se realiza en el propio actor), consiste en ser uno con la divinidad a través del conocimiento que promueve el teatro cuando éste es encarado como algo eminentemente sagrado, es decir, como un hecho simbólico y por ello significativo. Este pensamiento, tan distante del mundo moderno, todavía es válido para algunas culturas tradicionales, que reconocen la importancia del rito como regenerador del mundo.

Pero el occidental, que no va más allá de la literalidad, piensa que el rito no es más que una especie de ceremonia dramática sin mayor trascendencia, algo así como un psicodrama en el sentido más rasante del término. Sirva como ejemplo la idea del casamiento, que en occidente ha sido rebajada a una cuestión de tipo puramente contractual, en donde el concepto de compromiso no va más allá de lo oficial, sin siquiera sospechar que como símbolo el matrimonio establece un vínculo de unión que supera lo formal, es decir, que unifica las potencias celestes (activas, masculinas), con las terrestres (receptivas, femeninas).

A pesar de esta incomprensión e intolerancia, el hombre moderno continúa empeñado en creerse mejor que sus predecesores, y por supuesto, más adelantado que cualquier sociedad tradicional. Arrogándose el derecho de emitir juicios parciales sobre el asunto como si fueran verdades absolutas, y en definitiva ninguneando constantemente un pensamiento que por no entenderlo lo toman como una infantilidad, ¡Qué ilusos! Así es como se producen las confusiones más habituales en este género de cosas, y lo que el experto considera un simple comportamiento social con fines prácticos para el buen funcionamiento de la tribu, en realidad es un procedimiento sagrado en el que por supuesto están incluidos los aspectos colectivos, siempre organizados de forma jerárquica. Esto, ni más ni menos, representa un modelo para algunas culturas tradicionales que todavía se mantienen vivas gracias al rito que abre espacios cualitativos, cuyo desarrollo en forma más o menos dramática ha devenido para el occidental en una curiosidad exótica, cuando no esnobista (como el teatro Noh Japonés o la danza Balinesa), digna de los gustos teatrales más sofisticados sin siquiera sospechar, que se trata de algo que excede lo humano. Para estas comunidades, el teatro no es un mero espectáculo realizado únicamente para entretener, como podría pensarse desde un punto de vista occidental, sino que sobre todo es un acto sagrado, un rito en donde se representa de manera significante las gestas de los dioses y héroes mitológicos que conforman una cosmogonía, asumiendo que con esta operación los actores encarnan ciertas energías propias de estos dioses y héroes míticos. Los gestos y voces que se suceden, son la repetición de esos modelos ejemplares, es decir, que son un equivalente de aquellos gestos que por decirlo de alguna manera, los dioses realizan en tiempos pretéritos, estableciendo un modelo Ideal que sienta las bases de la cultura. Este hecho los convierte en sagrados y su reiteración periódica es regeneradora, pues nos devuelve a ese momento primigenio que entronca con lo eterno.


Continuación
NOTA
* Conferencia pronunciada en el CES de Zaragoza y en el de Barcelona. El autor dará otra conferencia en el CES de Zaragoza el 22 de Febrero de 2011 con el frontispicio "El Teatro de la Memoria". En la revista El Arka se reproduce una anterior titulada "El Simbolismo del teatro".

No impresa
Home Page