SYMBOLOS
Revista internacional de
Arte - Cultura - Gnosis
 

EL TEATRO DE LA MEMORIA
CARLOS ALCOLEA
(Continuación)

Después de todo lo visto, queda claro que el teatro oculta aspectos bien significativos: la coexistencia de mundos tanto superiores como inferiores y su relación jerárquica con respecto al Principio inmutable, cuya armonía se refleja en cada una de sus emanaciones. En este sentido, la pluralidad significante del acto teatral, lo capacita para ser un auténtico Arte Memorativo, válido para manifestarse a través del tiempo sin perder un ápice de actualidad. Pero no conviene olvidar que son las ideas trascendentales y eternas las que confieren a esta disciplina la posibilidad de ser un modelo efectivo de transmisión.

Sin duda ello puede aportar otras percepciones mucho más amplias y reveladoras en cuanto a su valor simbólico, sin dejar de lado aspectos tan importantes como son los decorados, el vestuario, la iluminación, etc. Que en su conjunto deben mostrar una coherencia tal, que armonice y dé sentido a la totalidad significativa de la obra. Nos referimos a que cada elemento, con su forma, medidas, peso, textura, color, e incluso ubicación, debe representar la propiedad exacta de aquello que se quiere expresar, o sea, el adorno que da validez y mejora el efecto haciendo fluida y universalmente realizable la obra a escenificar. Un valor que se mire como se lo mire, es igualmente eficaz desde cualquier punto de vista en que lo ubiquemos.

Insistimos, lo decorativo en su más profundo significado, constituye el Ornamento indispensable con que se reviste lo inmanifestado para ser. Así que todas y cada una de las partes que componen la creación, desde la más ínfima a la mayor de ellas, ya sea por separado o conjuntamente, constituyen un reflejo invertido de lo que no se ve, de lo invisible, de lo eterno que se materializa. Se comprende entonces que ciertos autores, inspirados por semejante potencial, consideren al lenguaje y su plenitud como una posibilidad de realización, en cuanto a que constituye una unión entre sonido y significado, conjugado a través de la imagen como parte de la memoria. E incluso algunos, vean en ello una oportunidad inmejorable, para enmarcar, para plasmar estas Energías-Fuerza dentro de un contexto literario-teatral y en definitiva poético, desarrollando argumentos que ocultan un significado esencial hasta en su más mínimo detalle escénico.

Desde este enfoque, el vestuario por ejemplo no sólo habrá de ser un elemento puramente decorativo y circunstancial que luce tal o cual personaje, sino que ante todo representará el accidente necesario que también define las cualidades de dicho personaje. Lo mismo sucede con la utilería y demás aspectos, no es igual quien lleva una espada que un cetro. Recordemos como ejemplo la descripción dada al principio sobre las Musas, cuyos nombres y atributos definen el potencial de cada una. La idea supraformal determina la imagen de cada cosa.

(…) Hasta cierto punto esto puede reconocerse incluso en el presente día: por ejemplo, si el juez es sólo juez en acto cuando lleva sus vestiduras, si el alcalde está facultado para su función por su bastón, y el rey por su corona, si el papa es sólo infalible y verdaderamente pontífice cuando habla ex cathedra, es decir, "desde el trono", ninguna de estas cosas es un mero ornamento, sino más bien el equipo con el que al hombre mismo se le "hace más" (…), de la misma manera que en Atharva Veda Samhita X.6.6 Brhaspati lleva una joya, o digamos un talismán, "para tener poder" (…) En este sentido las armas y otros objetos característicos que detenta una deidad son sus atributos propios, (…) por los que se denota iconográficamente su modo de operación (…).

(Ananda Coomaraswamy. La Filosofía del Arte. "Ornamento". Edit. Sanz y Torres. Pág. 360-361).

Seguramente estas cuestiones han de parecerle a algunos occidentales más que evidentes, pero por lo visto no deben serlo tanto cuando en general se advierte una profunda degeneración en este y otros sentidos. El hombre moderno da la espalda a lo cualitativo, a la comunicación con lo esencial de las cosas, pero eso sí, presume de ser el más vanguardista. Lo más "chic", con sus pasarelas de figurines disparatados que marcan la diferencia por lo bajo, no constituye sino la extravagancia por la extravagancia. Por cierto que este género de excentricidades también forma parte de una moda social, lo que en definitiva no deja de ser un tipo de uniformización, que tiene a lo estrambótico como excusa para enaltecer lo individual y sus gustos. No vamos a entrar en detalles. Por otro lado, qué diferente resulta un pueblo tradicional, cuya vida es un conjunto armonioso que se expresa a través de su propia Cosmogonía, de manera espontánea, siempre actual. Lo que inequívocamente se refleja tanto en sus viviendas, como en el vestuario, joyas, maquillaje, etc. Estamos pensando en los Indios del continente americano y otras culturas de Asía, Oceanía o África, por nombrar algunas. En concreto nos interesa observar las máscaras, ropajes y otros accesorios que utilizan para representar sus dramas cosmogónicos que incluyen la voz (cantos y recitaciones), y que sirven adecuadamente para un mismo fin: regenerar el mundo. Desde este punto de vista, da igual que a esta operación se le llame Teatro, Rito o Arte; en el fondo todo ello responde a una misma y única cosa, la realización de los estados superiores del ser. Por lo demás, el arrebato contemplativo que conlleva este hecho, opera en distintos planos a la vez y esto es válido para cualquier actor o espectador que esté preparado para colmar la copa de su corazón con el licor de la inmortalidad. Quizá una visión así pueda poner patas arriba ciertas opiniones al respecto, lo que resultaría incluso beneficioso para quien estuviera dispuesto a aceptar otros enfoques sobre la cuestión. Lo que sí está claro, es que el teatro es nada más (y nada menos), que un medio como tantos otros válido para actualizar a través de sus escenificaciones la Memoria original de todo cuanto es. Máxime cuando se representan obras cuya dramaturgia pone el acento en lo divino, que es el "ojo" invisible por donde pasa el eje que hace girar el motor argumental. Además con un enfoque así, tanto lo que sucede durante la acción dramática como los personajes que aparecen a lo largo de la misma, estarán dotados de tal cualidad Ideal que de por sí habrán de quedarse grabados con más facilidad en la memoria del espectador, en cuanto a que simbolizarán aspectos con los que el observador encontrará una afinidad inexplicable pero muy real. En este sentido, la obra Lunas Indefinidas, escrita por Federico González está sembrada de ejemplos que ilustran lo que decimos. El texto en general no tiene desperdicio y al estar escrito en castellano actual (y extraordinariamente bien, por cierto), no ha tenido que sufrir traducción ni adaptación ninguna, por lo que puede apreciarse en toda su magnitud y profundidad la calidad cualitativa de un conjunto simbólico cuyo significado es polivalente. Dentro del contexto general de esta comedia dramática, no pasa desapercibido el hecho de ubicar su trama dentro de una escuela de Conocimiento en la que hay una máquina, la demoledora de huesos, en donde se introduce a los candidatos. Esto de por sí, para el espectador ya es chocante cuando menos. Igual de impactantes son sus personajes, algunos doctores y miembros del centro, que reciben a los aspirantes alternando la franqueza, que no siempre es agradable, con lo fraternal; o sea, que a lo largo de la obra se establecen códigos que rompen esquemas preconcebidos, creando rupturas de nivel.

Pero en este caso, nos interesa especialmente la parte inicial del primer acto, en el que aparece Espartana, un personaje ciertamente significativo que cumple una doble función: la de introducir al espectador en la historia y simultáneamente la de ejercer como portera de la escuela. No por nada posee dos llaves como distintivo, manifestando su responsabilidad en este Centro de Enseñanza, equiparado al escenario donde se representa el Gran Teatro del Mundo. O sea, que recibe e instruye a los personajes/candidatos de la obra, y al mismo tiempo a los espectadores que la están viendo, que de este modo también son aspirantes al conocimiento. ¡¡Qué formidable la pluralidad y trascendencia de significados!! En cuanto al atributo (la doble llave), de Espartana (nombre sinónimo de la rigurosidad ejemplar que caracteriza a esta entidad como incansable conjugadora de opuestos), pensamos que ilustra a la perfección todo cuanto se ha dicho más atrás sobre lo que verdaderamente es el Ornamento, entendido como el símbolo que expresa y consuma la cualidad de lo representado.

– ESPARTANA: (…) ¿Cómo puedo explicar mi situación? ¿A qué atribuir todo lo que obviamente me ha sucedido? ¿Qué significa ser luz? ¿A dónde voy si ni siquiera sé donde estoy? (pausa) Aunque sí lo sé. Conozco perfectamente lo que he hecho y hago. Cumplo una función. Como el Dios Jano, que presidía el año entre los romanos, abro y cierro estas puertas al solsticio de verano y de invierno, a los que llegan y a los que se van. Por eso el dios del año se representaba con dos caras y con unas llaves, como éstas, las que abren y cierran las puertas del tiempo. ¡Imagínese el papel que me ha tocado cumplir! Aunque yo no tengo ninguna responsabilidad ni sobre los que entran, que lo hacen voluntariamente y muchas veces buscando otras cosas que las que aquí se realizan, engañados por las ilusiones del mundo, ni de los que se van de motu propio o no, porque en muchos casos se equivocan por sus ambiciones, egoísmos, rebeldía, o simplemente porque no comprenden y no podrán hacerlo, por lo que deben ser apartados y, a veces, se van dando un portazo, o revolcándose en su odio e ignorancia desacreditando esta enseñanza o a los profesores que la imparten. Pero no me lamento por esa gente que no me importa nada, y que apenas transponen el umbral de salida se pierden en el olvido.

(Se sienta) Pero hoy día estoy sobrellevando una congoja, no estoy afinada y en realidad muero de tristeza por los que se van. ¿Por qué el mundo es así y no puede haber una felicidad compartida? ¿Por qué muchos son los llamados y pocos los escogidos? ¿A qué se debe que yo permanezca aquí y que posea el doble atributo de mi deidad patrona? Porque por un lado pienso que pertenezco al misterio, que comparto el último secreto, y por otro, sufro por mi humanidad que se identifica con todo el género humano, y teniendo además la convicción de saber que lo no humano, lo suprahumano es la verdadera puerta de entrada para cualquier existencia, para toda acción que, por ser tal, ya está contaminada. ¿Por qué las cosas son como son y no como uno quisiera? (Pausa) ¿Por qué este lugar es llamado la Casa de Dios y también la Torre de Destrucción? (Pausa) Aunque siempre hay una nueva posibilidad con cada amanecer…

(Federico González. Lunas Indefinidas. 1er Acto).

Desde luego, el personaje se las trae y su atributo (las dos llaves), ejemplifica aquello que desempeña. Como imagen viene a simbolizar el tiempo y su desarrollo cíclico, signado por los solsticios, que marcan la entrada y la salida de los límites espacio-temporales.

Al dios Jano se lo representa con dos rostros que se oponen, uno mira a lo que fue y el otro a lo que será, pero asimismo posee un tercero que permanece invisible para el ojo mortal. Impertérrito mira al frente, es el equilibrio entre pasado y futuro, el eterno presente, inaprensible pero más verdadero que ninguna otra cosa. Desde la quietud del centro observa la fugacidad de todo lo manifestado, manteniéndose inalterable y signando el Misterio inefable entre el Ser y el No Ser.

Una paradoja inherente al individuo y su existencia, que también está marcada por lo inexistente, por lo que no es, el cero, la vacuidad plena (no confundir con la nada profana), que contiene en potencia cualquier posibilidad, tanto lo que es como lo que ha sido y será, incluyendo lo que podría ser pero nunca será. Entonces la unidad como idea de principio, siendo la primera afirmación del cero, está ligada a su causa, es decir, que es y no es al mismo tiempo.

Ahora bien, se debe tener en cuenta que entre dicho principio y nuestra realidad manifestada hay diversos planos intermediarios (los del alma superior e inferior), con los que se completa el conjunto de la creación tanto formal como informal. De nuevo aparece la idea de escala jerárquica, constituida por mundos que se dan en simultaneidad.

Sin duda ello se comprenderá mejor haciendo uso de la analogía; por ejemplo, estos mismos conceptos trasladados al contexto de lo teatral, sugieren que el autor constituye una presencia siempre ausente o una ausencia siempre presente. El conjunto del drama, con sus situaciones y personajes, compone un todo que se manifiesta como un reflejo de su creador.

Los actores disponen del libre albedrío para interpretarlo de una u otra forma; pueden hacerlo sesgadamente, rebelándose contra el espíritu de la obra, es decir, realizando su propia lectura de la misma (lo que también es válido para el director), o bien pueden enfocar su voluntad a encarnar fielmente la idea escrita, siendo uno en ella. De este modo es cuando verdaderamente se efectiviza la operación artística, el rapto dionisiaco que forzosamente incluye el paso por los abismos infernales. Necesario en la medida en que se trata de agotar todas las posibilidades del ser individual y aun de la manifestación, para ser arrebatado por el recuerdo prístino.

Desde luego todas estas imágenes conforman el propio tejido vital, constituyen los paisajes interiores del alma que ilustran los distintos estados del ser, ya sean suprahumanos o infrahumanos. En el fondo el hombre es un angel caído, un ser divino que al hacerse mortal reitera el gesto creativo de la Posibilidad universal, que para conocerse a sí misma fecunda con su Luz su propia vacuidad abismal, constituyendo la primera matriz original, el huevo cósmico del que emanan todos los mundos, seres y cosas. En definitiva se trata del caos precósmico y su misteriosa efectivización ordenada.

Está claro entonces que la ascendencia divina del ser humano y su correspondiente posición central con respecto a la creación, legitima su derecho a reclamar lo que le es innato. Claro que para ello, debe sacrificar ritualmente lo grosero de su individualidad, asesinar cultualmente su particularidad unipersonal, lo que casi nadie está dispuesto a hacer. Por supuesto, esto último es una manera de decir, no quisiéramos que se nos malinterpretara a estas alturas. En cualquier caso, sí es cierto que ello ha dado lugar a distintas prácticas sagradas, algunas de ellas sangrientas, lo que puede ser difícil de entender para una mentalidad como la nuestra. No obstante, sólo expresan la consumación del acto creativo por semejanza, o sea la actualización del impulso creador cuya dialéctica consiste en una auto destrucción y recreación constante que se da en simultaneidad.

Por ejemplo el sol, tan necesario para la vida genera luz y calor, pero eso sí, a costa de quemar su propia sustancia combustible, lo que forzosamente le ha de llevar a la disolución. Por supuesto nadie pone ninguna pega a ello, más bien todo lo contrario. En este caso el personal acepta y comprende de buen grado esta ley universal de auto sacrificio. Pero cuando se trata de nuestro "yo", entonces la cosa cambia, ahí empiezan las reticencias. También el mito de Caín y Abel, muy mal interpretado por lo general, ejemplifica la inmolación de lo fugaz, de los aspectos efímeros y cambiantes inherentes a lo humano, en favor de lo espiritual que encarna Caín, el hijo primogénito descendiente legítimo de Yahvé y Eva.

(…) En esta tesitura, Caín no es entonces el malo de la película, sino esa faceta del alma del ser humano que recuerda su verdadero origen supraceleste, identificada mucho más con lo perteneciente al ámbito del no ser que con el del ser. La propia etimología de Caín en hebreo se vincula con la palabra lanza, arma que rasga el velo de las apariencias y que en última instancia penetra el mundo real que es el de la Nada ilimitada o el En Sof de la Cábala. Además, Caín también significa "cantar un lamento" o "entonar una elegía", en el sentido de evocar con himnos o cantos ese estado edénico perdido en razón de la caída, que es la irrupción de las posibilidades de ser en la manifestación, signadas todas ellas por la ley cíclica cuaternaria, que provoca inexorablemente un olvido creciente de la esencia supracósmica y el progresivo alejamiento de la conciencia del Principio, a la vez que se intensifica la densificación y solidificación.

Es justamente el personaje de Abel el que simboliza esta faceta ligada a lo perentorio y transitorio, lo que refleja una de las acepciones de este nombre que es "soplo" o "fugacidad", mientras que la otra significa enlutado, desconsolado, triste y afligido, en el sentido de que cuanto más apegado se está a los aspectos caducos e ilusorios, más alejado se encuentra uno de la auténtica libertad.

(…) De ahí que al nacido al estado humano que aspira reconquistar los estados superiores del ser, y aun los del no ser, no le queda más remedio que matar todo lo que lo retiene y esclaviza –aunque a ojos de la pequeña mentalidad humana sea lo correcto o bueno, tal lo representado por Abel–, y marchar en pos de la luz que verdaderamente lo conforma (…).

(Federico González y Mireia Valls. La Cábala del Renacimiento. "La Cábala en Francia", pág. 512-513. Mtm Editores).

Por lo general, el hombre como actor en el drama de la vida que es, interpreta uno o varios personajes con los que se identifica, por supuesto todos ellos aprendidos del medio en el que está insertado. Evidentemente sólo son disfraces, máscaras de las que hay que ir despojándose hasta la desnudez total, hasta la ignorancia absoluta o la simplicidad más pura, en ese preciso instante únicamente cabe decir: "Sólo sé que no sé nada".

En efecto, todo cuanto nos rodea resulta un misterio, incluido nuestro propio ser individual, que en verdad no es sino un reflejo invertido de lo divino, una imagen de lo inimaginable, es decir, una representación simbólica que ejemplifica a su manera la actividad creativa del eterno reposo.

Entonces, si cada hombre o mujer constituye un pequeño todo, un microcosmos, análogo al macrocosmos o ser universal, dicho de otro modo, si lo de arriba es como lo de abajo y lo de abajo como lo de arriba, o lo que es lo mismo, si todo está en uno y uno en todo, ¿Por qué esta complacencia por la dispersión y la multiplicidad que nos lleva irremediablemente hacia la confusión?

El ser individual posee libre albedrío para encauzar su voluntad hacia lo denso o lo sutil, pero en el momento en que nace, está sujeto irremisiblemente a ciertas leyes divinas cuyas correspondencias cósmicas definen los distintos ciclos que marcan etapas, hitos significativos tanto a nivel universal como humano. Precisamente el momento cíclico que vivimos señala la fase final del Kali Yuga o Edad de Hierro, tras haber dejado atrás el Dvâpara Yuga o Edad de Bronce (estado de madurez), el Treta Yuga o Edad de Plata (juventud), y el Satya Yuga o Edad de Oro.

Esta última corresponde al nacimiento e infancia de nuestro mundo, que tras experimentar su desarrollo y declive, se encuentra más alejado que nunca del Principio. De ahí su evidente decadencia, que en un sentido es análoga a la ancianidad senil del hombre y en otro a sus posibilidades de sabiduría adquiridas por el conocimiento y la experiencia.

En cualquier caso, ello indica que se acerca el final de una era, es decir, la proximidad de la muerte y por lo tanto al Principio del que todo partió y al que todo debe retornar. Por lo que si bien es cierto que nos encontramos en un periodo extremadamente alejado del Origen Primordial, no es menos verdad que dicha situación también trae consigo la posibilidad de un nuevo nacimiento a otro nivel. Lo cual permite a los iniciados reconocer en ello una oportunidad de liberación atajando por la vía infernal. Pero que nadie se confunda con esto, en realidad se trata de un tema que por lo paradójico puede conducir a equívocos. No estamos hablando de identificarse o dejarse llevar por aquellos aspectos maléficos ligados a lo satánico ni nada por el estilo. Ciertamente existe mucha confusión al respecto y debería ser aclarada.

No es lo mismo la figura de Satán ligada a la necedad y la ignorancia más estúpida que Lucifer, el Ángel caído que aspira a recuperar su verdadera identidad. Este último, al igual que Dionisos-Baco, Jesús-Cristo y otras entidades mítico-ejemplares, posee ascendencia divina y humana.

Verbigracia, el mito dionisiaco nos habla acerca de este semidiós engendrado por el rayo de Zeus-Júpiter en el seno de Sémele, una mortal que perece fulminada ante el destello refulgente y más que luminoso de su formidable amante. Mientras la madre arde envuelta en llamas, el niño prematuro es rescatado por su padre quien completará el periodo de gestación llevándolo en su muslo hasta el momento en que su formación sea completa, en ese instante es cuando se produce el segundo nacimiento de Dionisos; a partir de entonces las ninfas "de hermosa cabellera" serán sus nodrizas, que lo crían en una gruta.

Por otro lado, en los mitos Órficos se dice que los Titanes engañan al dios entreteniéndolo con juegos para despedazar su cuerpo. Sin embargo en el último momento su padre recupera el corazón de la criatura y lo devuelve de nuevo a la vida. En cualquiera de los dos casos, toda una epifanía sagrada.

Pero más que su advenimiento, ya de por sí frenético, nos interesan ahora sus atributos y características, es decir, el ornamento y demás particularidades simbólicas que definen su divinidad humana o su humanidad divina. En efecto, la naturaleza de Baco y la del vino son una. El ardor extático, la fogosidad luminosa que produce este licor es semejante al propio dios, por ello se lo representa con la vid. Aunque también es afín a la humedad tenebrosa de la hiedra, que según el mito, cubre al muchacho salvándolo de las llamas que abrasan a su madre.

Este numen, al igual que Espartana (personaje que aparece en la obra Lunas Indefinidas de Federico González y que ya hemos mencionado anteriormente), posee un doble aspecto. Por un lado es hijo del dios Júpiter y por otro de madre terrenal, cuestión esta que lo sitúa en una posición límite, en el filo de la navaja. Por algo se dice que quienes participan en los ritos dionisíacos son colmados por el éxtasis y la embriaguez que produce su propia presencia, ya sea a través del vino u otras sustancias que provocan cambios en la percepción normal de las cosas, lo que también incluye lo orgiástico, el desenfreno (no en un sentido lujurioso sino ritual), así como actos, gestos, voces y movimientos rítmicos o arrítmicos pero bien significativos, siempre ajenos a la cotidianidad ordinaria. Por lo que tanto la danza como el teatro y la salmodia pueden ser igualmente formas que acompañan al delirio Dionisiaco.

Uno de los cultos más importantes de cuantos se celebraban en la antigua Grecia era en nombre de esta deidad, cuyo exaltado cortejo circulaba en procesión mientras ejecutaba el ditirambo (cantos, poemas y alabanzas en honor a Dionisos), como una forma de sublimar su presencia siempre acompañada por la euforia y el frenesí. Los participantes, arrebatados por la unión con dicha divinidad y su delirio, entonaban himnos (vocablo relacionado con himeneo), odas y lamentos entusiastas que expresaban la paradoja del dios hecho hombre, análoga a la del ser humano que se encuentra a caballo entre la vida y la muerte, la luz y la oscuridad. Resulta curioso que los oficiantes de las denominadas tragedias dionisíacas ocultaran su individualidad tras unas máscaras con cuernos. Lo cual no carece de sentido si se profundiza en el significado de sus apariciones míticas, adoptando unas veces la forma de macho cabrío, otras la de un toro (aunque también la de león, serpiente u otros animales).

La propia palabra tragedia deriva del griego trágos (macho cabrío), y aéido (yo canto). Por lo que se ve, todo ello se corresponde con lo que posteriormente será la celebración del Sabath o Aquelarre, también ligado a la Teúrgia. Asimismo habría mucho que decir sobre las grandes fiestas dionisíacas griegas y las bacanales romanas (asimiladas por el cristianismo en la forma del carnaval), que tenían lugar con la llegada de la primavera, período en que esta entidad ctónica renace de sus propias cenizas, manifestándose un nuevo ciclo caracterizado por la explosión de la vida que despierta de su letargo invernal.

En efecto, la resurrección de este númen, su reaparición es como un detonante que hace estallar todo, se encuentra en continua lucha consigo mismo, sufre por su humanidad con la que no puede dejar de identificarse aun a sabiendas de que ésta sólo es una idea manifestada a través de su envoltura carnal perecedera y que su auténtica filiación es divina. Pero no hay que dejarse engañar, su presencia no se invoca por el simple expediente de forzar otros estados extraños a los habituales. Sería una simpleza creer que por ingerir alucinógenos o actuar como un poseso ha de producirse inequívocamente el contacto con ciertas entidades supraindividuales. Es más, tomando como punto de partida semejante pretensión sin ninguna otra adscripción que la propia particularidad personal, probablemente sucederá todo lo contrario.

Cierto es que se trata de trascender los límites individuales por una vía (la del inframundo), que necesariamente hay que atravesar o mejor, conocer, si se quieren agotar sus posibilidades, pero resulta tan peligroso que de ninguna manera se recomienda si no es con el auxilio de los símbolos, reveladores de los Misterios y despertadores de la conciencia. Conocerlos equivale a tener un mapa de ruta con el que resulta imposible perderse por los vericuetos infernales de la propia psiqué inferior. Realmente es la presencia siempre ausente de Dionisos-Baco y lo que él mismo encarna en sí, lo que provoca dichos estados de euforia que van del placer más pleno al sufrimiento más agudo, de la exaltación al pánico.

A este respecto, Walter F. Otto en su libro Dioniso, señala que lo divino y lo humano se encuentran en continuo combate y remata diciendo que lo humano es a su vez espejo de lo divino. Y hablando de combates, Federico González en su "Arte Teúrgica" nos explica que

(…) En la base de todo rito, incluido el mágico, se encuentra la idea de que el Universo es un Todo indisoluble e indivisible en partes. Esta armonía está dada por la oposición continua de dos factores que deben complementarse, bien por la guerra, o sea atacando y rechazando, o bien por la paz, asimilando por simpatía. En ambos casos se procede por correspondencias o analogías inversas. (…).

(Federico González. Simbolismo y Arte. Cap. VI. Arte Teúrgica (Simbolismo y Arte)"Arte Teúrgica". pág. 93-94. Edit. SYMBOLOS).

Dionisos es el mismo límite entre la vida y la muerte, toca los dos aspectos, pues los dos son él mismo. Es el anverso de la máscara (lo visible, la cara), pero también su reverso (lo invisible, lo que no se ve, la cruz). Habita entre la tragedia y la comedia. Su vida es un caudal inagotable de formas que continuamente deben nacer y morir (la creación entera que él mismo encarna), como única dialéctica posible gracias a la cual reconocer su esencia original.

Podría decirse que su naturaleza, su condición innata es la de sutilizar lo grosero, iluminar lo tenebroso en un continuo auto sacrificio que realiza consigo mismo para que todo pueda ser reconocido en la simultaneidad del Ser y No Ser. No por nada los mitos lo hermanan una y otra vez con Apolo, (asimilado al Sol), que desde el centro de la creación alumbra el firmamento con cada amanecer, para morir tras finalizar todo el recorrido diario de ascensión y descendimiento a través de la bóveda celeste. Lo que también es un acto sagrado por parte de este númen luminoso e iluminador, un sacrificio necesario en tanto que la creación debe sucumbir, ser devorada por la oscuridad de la noche para que todo pueda ser de nuevo. Dicha oscuridad, que no es sino la falta de luz, forma parte del discurso divino, que para ser se expresa a través de una auto transmutación de su propia cualidad única e inmanifestada en dual y manifiesta.

La luz y la falta de ella, al igual que el asesino y la víctima, el cazador y el cazado, son una misma y sola cosa: la exteriorización de la Presencia Inigualable. La figura de Jesús-Cristo también encarna esta paradoja universal y su sacrificio revela la importancia que conlleva la inmolación de una humanidad (la suya propia), que todos compartimos, en el sentido de que todos estamos crucificados como él, dentro de unas coordenadas espacio-temporales. Por lo tanto su muerte es la de todos y su segundo nacimiento, su regeneración a otro plano, afecta al conjunto de seres y cosas que pueblan el mundo.


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