Una novela sin misterio, una historia sin secreto
EL CÓDIGO DA VINCI
JOSE ANDRES BONETTI *
 

1.– La ficción
La reciente publicación de la novela titulada El código Da Vinci 1 ha generado toda suerte de polémicas. Los editores originales (Random House) y Dan Brown, su autor, le han hurtado el cuerpo a la disputa afirmando que sólo se trata, justamente, de una novela. La tesis implícita, en dicho argumento, parecería ser esta: nada puede provocar rechazo en el terreno absolutamente libre del arte pues éste es sólo eso, arte (en este caso se trataría del arte de narrar, aunque tenemos otros ejemplos recientes referidos a la plástica). Esta tesis olvida que el arte no se agota en sí mismo y que la literatura, ya sea épica, lírica o novela (género más reciente) siempre fue soporte de cosmovisiones. Que no existe una novela sin tesis. Y también pretende olvidar que buena parte del público aspira a adquirir conocimientos a través de la lectura de pretendidas ficciones. Y así fue, en efecto, cómo nació la novela histórica en el siglo XIX. Por mucho tiempo generaciones enteras pensaron que estudiaban historia al leer a Walter Scott, Dumas (padre o hijo), Benito Pérez Galdós o José Mármol. Las relaciones entre narración, ficción, historia, explicación y verdad pretendieron ser zanjadas en la notable novela de Mario Vargas Llosa titulada Historia de Mayta, en la cual se expone esta tesis fuerte: toda la historia (entendida como Historie o rerum gestarum) es un cuento, una invención. Es decir, no hay novela histórica, ni siquiera historia (res gestae, Geschichte) sino solo, omnipresente y autogénica novela: todo es narración.2

El Código se presenta como una novela que recurre permanentemente a la historia bajo los ropajes del género policial. Juzguémosla, pues, primero como novela, para analizar, más tarde, los retazos de historia que por allí aparecen. Para ello recordemos, brevemente, algunas reglas que un maestro en el arte de escribir novelas policiales (Raymond Chandler) estableció como inviolables:

(1) La novela debe ser escrita con verosimilitud, tanto en la situación original como en su desenlace. ¿Qué implica esta regla? Brevemente: evitar que el personaje menos probable sea convertido violentamente en el criminal sin convencer a nadie;
(2) debe ser técnicamente sólida en lo referente a los métodos de asesinato y detección (se deben excluir venenos fantásticos, por ejemplo);
(3) debe basarse en gente real en un mundo real;
(4) además del elemento de misterio, el valor de una novela policial se mide por la historia sólida (asunto) que la sostiene;
(5) la novela policial debe tener una estructura simple, de modo que pueda explicarse con facilidad;

Y, salteamos hasta la regla diez, debe ser razonablemente honesta. ¿Qué significa aquí honestidad?, se preguntaba Chandler. Respondía: no alcanza con exponer los hechos, se deben exponerlos con imparcialidad y deben pertenecer a ese tipo de hechos a partir de los cuales pueda funcionar la deducción. No se debe, entonces, ocultar al lector las claves más importantes, ni tampoco las otras, mucho menos distorsionarlas.3

Dan Brown ha violado sistemáticamente cada una de estas reglas. Con respecto a la cuarta nos podemos, por ejemplo, preguntar ¿cuál es el asunto4 que sostiene al misterio (por qué y quién o quiénes han asesinado a Jacques Saunière)? Ninguno, salvo una recorrida turística por París y Londres. Pero, qué se esconde detrás del pretendido misterio. Respuesta: el Grial, su verdadera identidad, su localización y aún más el secreto de los secretos, la verdadera naturaleza de Cristo y su relación con María Magdalena. Esta serie de "secretos" en realidad fueron los tópicos del sub-género conocido como realismo fantástico y que estuviera de moda por la década del sesenta representado por autores tan poco sólidos como Gerard de Sède (por no citar los más conocidos Louis Pauwels y Jacques Bergier). Descartando la imposibilidad de sostener este misterio (el Grial como metáfora del vientre femenino) a lo largo de 557 agobiadoras páginas le resta al autor tan solo un pobre recurso para mantener nuestra atención y motivarnos para avanzar en la lectura: la identidad del Maestro que se mueve tanto detrás del asesino Silas como del Obispo Aringarosa, su superior jerárquico. (Digamos, además, que la pobre traducción castellana de Maestro por el término original the Teacher tiende a confundir más la lectura y la identidad de éste con la del Gran Maestre del Priorato de Sión, en el original Great Master, esto es el asesinado Saunière). Este Teacher se presenta como el titiritero que va moviendo sus piezas (Silas, el Obispo, Robert Langdon, el inspector Fache) en procura de llegar a conocer dónde se encuentra el Grial. El asesinato de Saunière involucra, al comienzo, al experto en símbolos norteamericano R. Langdon y, poco más tarde, a la misma nieta del conservador del Louvre (Saunière), Sophie Neveau (de la cual en una página se nos informa que cuenta con 32 años para enterarnos en la siguiente que roza los treinta5). No puede faltar, tampoco, el sagaz inspector, Bozu Fache (en la peor imitación o parodia de un Hercúles Poirot), del cual se nos carga de información totalmente inútil sobre su condición de católico "conservador" (decimos información inútil pues la misma no produce consecuencia alguna en el progreso de la narración y la figura del inspector, como también su espiritualidad, se diluye promediando las primeras cuatrocientas páginas. Lo mismo hubiera dado si el autor nos hubiera dicho que Fache era nativo de Marsella y devoto del pescado frito). Los otros personajes que se presentan son, ya lo dijimos, Silas, el monje, y el Obispo Aringarosa, quienes servirán de pretextos para pintar al Opus Dei con tintes siniestros. Dejando de lado el ya remarcado hecho de que la Obra no cuenta con monjes y concediéndole al autor el privilegio de la total libertad que parecería gozar el género novelístico, limitémonos a juzgarlo, por el momento, de acuerdo con las leyes del género mismo. Y subrayemos, entonces, cómo se han violado las mismas: (1) se ha cargado al lector con información inútil; (2) se coloca como protagonista a un curioso experto en símbolos, a quien una criptóloga debe auxiliar a cada rato (y al final de la novela tendrá que hacerlo la abuela de la misma); (3) se despista al lector (violación de la regla diez de Chandler) adjudicando cada uno de los crímenes cometidos al Opus Dei, en primer lugar e indirectamente a la misma cúpula de la Iglesia Católica para, y en las páginas finales, desdecirse rápidamente al afirmar que ni el Opus Dei ni el Vaticano eran responsables de los crímenes; (4) la necesidad de oxigenar el pesado (y vacío) asunto (y seguramente pensado en el futuro film) lleva a Brown a trasladar la acción del Louvre a un Banco Suizo, más tarde al Château de un Lord inglés (Sir Leigh) experto en el Grial y finalmente a Londres; tanto viaje acaba por fatigarnos. ¿Adónde llegan después de tanto correr? Ni Brown ni sus personajes parecen saberlo (y a propósito recordemos ahora otra regla literaria, esta vez de nuestro entrañable Horacio Quiroga: nunca comenzar una narración sin saber cómo terminarla...)

De suyo resulta bastante inverosímil (y siempre dentro de los límites del pretendido anything goes del género novelístico) que un experto en símbolos y una criptógrafa tengan que recurrir a ¡¡otro experto!!, esta vez en el Santo Grial. Parecería que la barbarie de la especialización (que ya ha embrutecido a nuestros científicos naturales) comenzara a afectar también a los cultores de las ciencias del espíritu. Es insostenible, desde la técnica narrativa, la irrupción de nuestros prófugos en el castillo de Sir Leigh Teabing (especie de enclave británico en Francia), como también caricaturesca la britanidad del nombrado. Después de haberse resistido a recibirlos y tras someterlos a un grotesco test de pseudo tradición inglesa, les permite alegremente la entrada para ¡¡pasar a dictarles cátedra de Grial para principiantes!! Nuevamente nos sentimos consternados como lectores. La acción se detiene para cargarnos de pseudo explicaciones. Además aparece el infaltable mayordomo, Rémy Legaludec: atención a este punto pues es aquí en donde Brown despliega toda su deshonestidad como narrador. En primer lugar, el sirviente aparece como un fiel y celoso guarda de su amo (uno estaría tentado en pensar en el Néstor del genial Tintín, pero olvidémoslo: Hergé era un verdadero narrador y aquí reside toda su diferencia con Brown). El fiel mayordomo advierte a nuestro griálico Sir que sus huéspedes son perseguidos por asesinato. Y aquél reacciona de la manera más increíble: los traslada en jet privado a la civilización, es decir a Inglaterra. No queremos fatigar al lector (Brown lo ha conseguido para siempre) continuando con la reseña del pretendido asunto. Pero sí debemos seguir señalando las trampas de la novela. Ya en Inglaterra no hay misterio ni secreto alguno, tan solo la identidad del Teacher, que va dirigiendo desde las sombras a sus peones: Silas, el Obispo e indirectamente a Fache, quien, a la sazón, va eclipsándose de la historia. En la pérfida Albión aparece nuestro fiel mayordomo traicionando a su noble amo y a continuación se colma nuestra paciencia con un breve compendio del resentimiento (no queda lugar común por incurrir, inclusive la figura del antiguo sirviente imaginando cómo se hará servir en algún sitio idílico6). Se nos aclara, es la voz objetiva del narrador omnisciente –atención– la que habla, que el mayordomo ha traicionado a Leigh por dinero, tentado por el Teacher. Claro y no podía ser de otro modo: ¡el culpable es el mayordomo! Pero, ¿de qué es culpable? Ya a estas alturas no los sabemos, seguro que no de la divulgación del peculiar secreto por todos conocido. Pero las apariencias engañan y más tarde el mayordomo es asesinado (envenado, violación de la regla dos de Chandler7) por el Teacher, cuya identidad todavía se nos oculta (Brown es avaro con su último recurso y quiere estar seguro que el lector no desista de tan poco motivante lectura).

Y a tanto correr, ¿dónde hemos llegado? Nuestros simbolistas se encuentran en la Abadía de Westminster, buscando la tumba de Isaac Newton. Será allí donde, por fin, conoceremos la identidad del Teacher: el propio Sir Leigh. Y entonces, ¿por qué se nos cargó con tantas referencias al resentimiento del mayordomo? ¿Por qué se devaluó la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo si, al final, el esclavo seguía sirviendo a su amo? Brown no se ha privado de violar ninguna de las diez reglas canónicas de la novela policial. Así sacó de la galera su última y tramposa carta. La novela parece llegar a su fin. Ya estamos cansados de leer y, afortunadamente, Brown parece estar cansado de escribir. No hay asunto, no hay misterio, la trama está ausente con aviso, y finalmente, tampoco hay código de Da Vinci alguno que justifique el título (salvo la conocida escritura de izquierda a derecha del florentino). El Opus Dei y el Vaticano quedan, sabia y diplomáticamente, libres de cargo. El culpable es tan sólo un titiritero loco, que ni siquiera es cristiano. Sólo queda una última travesía por Inglaterra, en donde Sophie conocerá a su abuela y a su hermano y se enterará, finalmente, que el Grial no está en Gran Bretaña: un tesoro que se les escapó a los ingleses.

2.– La historia.
Brown apela, en la obra, permanentemente a la historia, pretendiendo pasar como grandes revelaciones fabulosas hipótesis (que no hechos) que tienen, por otra parte, ya larga data. Trataremos de introducir un orden y una selección de las principales:

(1) En primer lugar la naturalización de la figura de Jesús (vale decir, la negación de la filiación divina del Salvador) no es, ciertamente, de hoy. Brown afirma, muy livianamente, una y otra vez, que los primeros cristianos no consideraron que Jesús fuera Dios y que dicha metamorfosis aconteció en tiempos de Constantino, en particular durante el Concilio de Nicea (325). Con sorprendente irreverencia respecto a la historia se escatiman hechos y se ocultan datos. Que Jesús era y es Dios puede ser considerado una cuestión de fe, alegarán los incrédulos o los racionalistas, pero el punto es que es –además– un hecho histórico. Esta fue, justamente, la clave para comprender el rechazo por parte de su pueblo, el judío, y su martirio. Si Jesús hubiera sido considerado un hombre excelso, un profeta más en la línea de Elías e Isaías, no se explica el principal reproche de los fariseos: "porque siendo hombre te haces hijo de Dios". Ahora bien, promediados los primeros dos siglos de la era cristiana comienza a cuestionarse, en el mundo griego, la naturaleza (humana y divina) de Jesús. Y este contexto surge Arrio quien propondrá la fórmula más simple: la negación de Dios hecho hombre (y por lo tanto subraya la diferencia substancial entre el Padre y el Hijo) y la reducción de Jesús a una buena persona, tan humano como nosotros. Fue el peligro del arrianismo lo que llevó a convocar el Concilio de Nicea, que afirmó, entre otras cosas, la naturaleza divina y humana del Salvador. Curiosamente Arrio no es mencionado en ninguna de las 500 páginas de la obra; se atribuye a Constantino la "invención" del cristianismo y la creación de Jesús como Dios pero se olvida (deliberadamente, claro) que después de Nicea hubo un reflujo de arrianismo en el Imperio y que Constantino mismo murió siendo arriano. Recordemos que el arrianismo es la reducción de Jesús a hombre, lo que se sostiene justamente en la novela (por lo que no entendemos el encono del autor hacia el triunfador de la Batalla de Puente Milvio: ambos, Brown y el último Constantino, afirman lo mismo). Finalmente, el arrianismo pudo ser conjurado del Imperio pero constituyó un desafío permanente en la historia de la Iglesia. Y de hecho retornó, hacia fines del XIX y principios del XX, de la mano de Alfred Loisy, del Barón von Hügel y George Tyrrel, y se llamó modernismo8.
(2)

Si la primera pseudo tesis histórica de la novela (la naturalización de la persona de Jesús) no pasa de ser una petitio principi, los demás argumentos "históricos" que juegan como telón de fondo no dejan de ser irrisorios. En efecto, si Jesús era solo un hombre debió (sigamos el razonamiento) tener una vida de hombre, enamorarse y casarse y nada mejor que con María Magdalena, la que queda convertida en la portadora de la sangre real de Jesús, es decir: el Grial (naturalización nuevamente, ahora de un símbolo, que es la resultante de la nula comprensión de lo que en verdad un símbolo es). Curioso experto en simbología el protagonista Robert Langdon, quien no ha aprehendido todavía el punto inicial de sus estudios. Y de María Magdalena a la Dinastía Merovingia hay solo un paso, como todos sabemos. "El Grial es una persona" se afirma una y otra vez a lo largo de la novela9 (casi con la misma insistencia en que se reitera que Jesús era sólo un hombre). Lo que no puede ser comprendido debe quedar reducido a los límites de la mera razón (y éste, en efecto, fue el título de una de las obras de Kant: La religión dentro de los límites de la mera razón10). Tanto el arrianismo como el deísmo decimonónico vuelven en las páginas del Código.

(3) Consideremos, ahora, lo referido al Priorato de Sión. Como todo lector sufrido de la novela sabe, se da por sentado la filiación histórica de la Orden del Priorato de Sión con respecto al mismo Godofredo de Bouillon, en el año 1099 y en el marco de la Primera Cruzada. La verdad histórica, empero, es más pedestre. Dicha sociedad secreta, como tantos otras similares, tiene un origen mucho más modesto y un fundador ciertamente menos noble: Pierre Plantard (1920-2000), antiguo miembro de la Action française, más tarde vinculado con la difusión del supuesto "tesoro" de Rennes-le-Château11. En 1956 Plantard fundó el Priorato de Sión; las bases fraudulentas de esta "orden" como sus pretensiones de antigüedad no son nada nuevo en la historia de estos grupos secretos. Destaquemos que Brown da por sentada la autenticidad de esta "orden" (nueva petitio principi) y, peor aún, la coloca como una vertiente "progresista", "políticamente correcta" y "feminista" en contraste con el "conservadurismo reaccionario" y el "machismo" y las prácticas sado-masoquistas atribuidas al Opus Dei. Vale decir: se introduce un absurdo esquema dialéctico: Priorato de Sión versus Opus Dei. Los hechos históricos demuestran, por el contrario, no sólo que el Priorato es un fraude sino que, además, su fundación se debe a un militante de la extrema derecha xenófoba y chauvinista francesa. Con respecto al Opus Dei sólo diremos que se comete un grueso error histórico al reducirla a una fuerza de la reacción. Pero todavía más oscuramente se afirma que la misión del Priorato de Sión sería la de hacer perdurar, a través del tiempo, el culto de la "divinidad femenina", pero nunca se identifica cuál podría ser esta (¿Ishtar?, ¿Isis?, ¿Demeter? ¿o bien la Gran Madre?, nunca lo sabremos), ocluida por siglos de machismo cristiano. Lo cierto es que, y en este punto podemos disculpar a Brown criado en el marco de la cultura protestante, el catolicismo siempre valoró a la mujer y sobre todo en su figura suprema: la Madre de Dios, la misma Virgen María. Y que fue Arrio primero (no en vano omitido en la obra) y los protestantes más tarde quienes arrojaron a María, primero de los íconos y después de sus corazones (esperemos que no para siempre). En lugar de buscar a una ignota "deidad femenina" ¿por qué no dirigirnos a María, Madre de Dios y abogada nuestra? Por supuesto Brown no quiere sino enturbiar las aguas. Es un jugador de póquer con mala consciencia y cartas marcadas. La mala consciencia reluce cuando temeroso, al final de la obra, exculpa al Opus Dei y al Vaticano de la serie sangrienta e introduce, como Deus est Machina, a Leigh como culpable.
(4) Finalmente, se nos dirá una vez más: todo esto es sólo una novela. Y volvemos, circularmente, al punto de partida: una novela no es sólo una novela12: siempre pretende la construcción de todo un mundo, por ello muchos pensadores se han referidos a los literatos como verdades demiurgos13 (pocas veces lo logran y esto diferencia a los verdaderos escritores de los timadores de cartas marcadas, a las novelas de los novelones). En su fallido mundo Brown pretende darnos lecciones de historia (falsificadas) y como saltimbanqui va de aquí para allá, da un paso atrás (libra del mal a la Obra y a la cúpula de la Iglesia14) pero avanza dos: niega la divinidad de Jesús y afirma que el cristianismo es una invención de Constantino. Todo esto es ya conocido y señalamos algunas de sus envenenadas fuentes. Permítasenos citar ahora un fragmento de otra, curiosamente también mala novela: El péndulo de Foucault. Al final del Capítulo 65 leemos lo siguiente:
 

"Los templarios están siempre por en medio
Lo que viene a continuación no es cierto
Jesús fue crucificado siendo gobernador Poncio Pilato
El sabio Ormus fundó la orden Rosa-Cruz en Egipto
Hay cabalistas en Provenza

¿Quién se casó en las bodas de Caná?
Minnie es la novia del Ratón Mickey
De ello se deduce que
Si
Los druidas veneraban a las vírgenes negras
Entonces
Simón el Mago reconoce a Sophia en una prostituta de Tiro

¿Quién se casó en las bodas de Caná?
Los merovingios se declaran reyes por derecho divino
Los templarios están siempre por en medio.

–Un poco confuso – dijo Diotavelli.
–Es que no sabes ver las relaciones. Y no valoras como corresponde esa interrogación que aparece dos veces: ¿quién se casó en las bodas de Caná? Las repeticiones son claves mágicas. Naturalmente, he completado algunas cosas, pero completar la verdad es prerrogativa del iniciado. Esta es mi interpretación: Jesús no fue crucificado, y por eso los templarios renegaban del crucifijo. La leyenda de José de Arimatea encubre una verdad más profunda: Jesús y no el Grial, llega a Francia, a la Provenza de los cabalistas. Jesús es la metáfora del Rey del Mundo, del verdadero fundador de los rosacruces. ¿Y con quién llega Jesús? Con su esposa. ¿Por qué los Evangelios no dicen quién se casó en Caná? Porque eran las bodas de Jesús, de las que no se podía hablar porque se había casado con una meretriz, María Magdalena. Por eso desde entonces todos los iluminados, desde Simón el Mago hasta Postel, buscan el principio del eterno femenino en un burdel. Por tanto, Jesús es el fundador de la estirpe real de Francia."
15

Excelente síntesis de las densas quinientas páginas del Código, ¿no es así? El péndulo de Foucault, casi huelga aclararlo, se publicó en Italia en 1989, en la estela del éxito provocado por El nombre de la rosa y durante el mismo año fue traducido a los principales idiomas. Estas obras de Eco constituyen no sólo, pues, antecedentes del Código sino sus modelos mismos. La primera de las novelas del semiólogo italiano fue un ataque directo contra la Iglesia y una reivindicación, bastante demodé debemos decir, del modelo de ciencia natural hipotético-deductivo forjado entre Occam y la revolución copernicana frente al denostado pensamiento metafísico. El Péndulo, por su parte, apuntaba directamente contra el concepto de secreto, inadmisible para la mentalidad moderna. La tesis de esta farragosa obra de 579 páginas se podría reducir a la siguiente proposición: el único secreto es que no hay secreto. De la pretenciosa y densa pluma del piamontés hemos bajado unos cuantos peldaños en el confuso script, antes que novela, del práctico anglosajón Brown quien ha escrito una obra de misterio sin misterio para reducir todo los secretos al nivel de lo meramente humano y contingente.

 
NOTAS
* José Andrés Bonetti es argentino, profesor en Historia y doctor en Filosofía. Actualmente vive en Mar del Plata, provincia de Buenos Aires.
1 Dan Brown, El Código Da Vinci (orig. The Da Vinci Code, New York: Random House, 2003), trad. J. Estrella, Santiago de Chile: Umbriel Editores, 2004, 557 pp.
2 Mario Vargas Llosa, Historia de Mayta, Buenos Aires: Sudamericana, 1984; cf. C. III: "(...) me pregunto si alguna vez se llega a saber la historia con mayúsculas... o si en ella no hay tanta o más invención que en las novelas" (p. 77). Véase, además, del mismo autor La verdad de las mentiras, Barcelona: Seix Barral, 1990.
3 R. Chandler, Cartas y escritos inéditos (orig. Raymond Chandler Speaking, Helga Green Literary Agency: 1962), trad. M. Bacchella, Bs. As.: Ediciones de La Flor, 1976, Apuntes sobre la novela policial, pp. 69-74 y passim.
4 En las novelas podemos distinguir entre (1) idea (pensamiento capital que se expone en la obra); (2) asunto (conjunto de hechos en los que resplandece la idea; es decir, el argumento, lo que podemos contar con nuestras palabras a otro lector imaginario. El asunto fue distinguido de la trama por los formalistas rusos, Tomaschevsky por ejemplo; la trama estaría constituida por los mismos acontecimientos pero elaborados artísticamente por el narrador, aquí lo importante es la forma, el sello inimitable del artista) y, por último (3) el fin, es decir el resultado que el autor procura conseguir, ya sea de índole artística, moral o didáctica. En el Código la idea es claramente identificable: naturalización de la persona de Jesús y del símbolo de Grial; el asunto es irrelevante, la trama brilla por su ausencia y el fin es didáctico-moral: "enseñar" a los desprevenidos lectores que la dos veces milenaria tradición cristiana es sólo un invento (este es el secreto del Priorato).
5 Este detalle sólo puede develar una cosa: apuro por escribir y publicar y olvido, por lo tanto, de la regla de oro de todo género literario: corregir, corregir y corregir. Así, en la página 70 del Código leemos que Sophie es una "... criptóloga parisina..." que "(a) sus treinta y dos años, era tan decidida que rozaba la obstinación", para en la página 71 enterarnos que "(e)ra atractiva y tenía unos treinta años".
6 D. Brown, o.c., 86, p. 444.
7 D. Brown, o.c., 94, p. 474.
8 Y fue condenado por el Papa San Pio X en la Encíclica Pascendi (1907).
9 Así, por ejemplo, Capítulo 38, pp. 205-209 y Capítulo 56, p. 295 de la edición citada.
10 I. Kant, Die Religion innerhalb der Grenzen der bloßen Vernunft (1793), Hrsg. v. Rudolf Malter, Stuttgart: Reclam, 1974, 302 pp.
11 Recordemos, brevemente, que hacia 1895 Dom Berenguer Saunière (claro el mismo apellido del Conservador del Museo Louvre) habría descubierto ciertos documentos secretos en su parroquia relacionados con el cuerpo de Jesús, su relación con María Magdalena y también, cuando no, un tesoro. En los años sesenta Plantard motivaría al escritor profesional dedicado a la divulgación de "secretos", Gerard de Sède a escribir y publicar la obra titulada L´or de Rennes ou la vie insolite de Berenguer Saunière, Curé de Rennes le Château, París: Julliard, 1967.
12 Véase, al respecto, U. Eco, La novela como hecho cosmológico, en: Apostillas a El nombre de la Rosa (orig. Postille a Il nome della rosa, Milán, 1983), Barcelona: Editorial Lumen, 1985, pp. 27-35.
13 Así, por ejemplo, cf. R. Guénon, Apreciaciones sobre la iniciación (orig. Aperçus sur l´Initiation, Paris: Editions Traditionnelles, 1977), Bs.As.: CS Ediciones, 1993, Cap. XXVIII: El simbolismo del teatro, p. 294: "(...) el autor tiene una función demiúrgica, ya que produce un mundo que extrae todo entero de sí mismo; y es en ello el símbolo mismo del ser produciendo la manifestación universal".
14 D. Brown, o.c., 103, p. 524: "(...) Teabing había demostrado una gran precisión al formular un plan que, en todos los casos, aseguraba su inocencia. Había implicado al Vaticano y al Opus Dei, dos grupos que habían resultado ser totalmente inocentes".
15 U. Eco, El péndulo de Foucault (orig. Il pendolo di Foucault, Bompiani, 1989), Bs. As.: Ed Lumen-De la Flor, 1989, 65, pp. 336-337.
   

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