SYMBOLOS
Revista internacional de
Arte - Cultura - Gnosis
 
 
GRADACION, EVOLUCION Y REENCARNACION*
ANANDA K. COOMARASWAMY
En su mayor parte, los pretendidos conflictos entre la religión y la ciencia son el resultado de un mutuo malentendido de sus términos y campos respectivos. En cuanto al campo, la religión trata del por qué de las cosas, la ciencia de su cómo; la religión trata de intangibles, la ciencia trata de cosas que pueden medirse, ya sea directa o indirectamente. La cuestión de los términos es importante. A primera vista, la noción de una creación que se completó «en el comienzo» parece estar en conflicto con la observación del origen de las especies en sucesión temporal. Pero en , in principio, agre no significa sólo «en el comienzo» con respecto a un período de tiempo, sino también «en principio», es decir, en una fuente última que es anterior, en un sentido lógico más bien que temporal, a todas las causas secundarias, y que no es más antes que después del supuesto comienzo de su operación. Así pues, como dice Dante «Ni antes ni después estaba el espíritu de Dios moviéndose sobre la faz de las aguas»; y Filón «Ciertamente, en aquel tiempo todas las cosas tuvieron lugar simultáneamente… pero en la narrativa se introdujo necesariamente una secuencia debido a su subsecuente generación unas de otras»; y Boehme, «Fue un comienzo sempiterno». 

Como dice Aristóteles, «los seres Eternos no están en el tiempo». Por consiguiente, la existencia de Dios es ahora —el ahora eterno que separa las duraciones pasadas de las duraciones futuras, pero que en sí mismo no es una duración. Por lo tanto, en palabras del Maestro Eckhart, «Dios está creando la totalidad del mundo ahora, en este instante». Nuevamente, tan pronto como un tiempo ha pasado, por pequeño que sea, todo está cambiado; , «Tú no puedes meter los pies dos veces en las mismas aguas». Así pues, como para Jalālu'd Dīn Rūmī, «Cada instante estás muriendo, y cada instante retornando; Muhammad ha dicho que este mundo es solo un momento… A cada momento el mundo se renueva, la vida está siempre llegando nueva, como la corriente… El comienzo, que es pensamiento, concluye en la acción; sabe que de tal manera era la construcción del mundo en eternidad». 

En todo esto no hay nada a lo que pueda objetar el científico natural; no obstante, puede replicar que su interés se reduce a la operación de las causas mediatas, y que no se extiende a las preguntas sobre una causa primera o al porqué de la vida; pero eso es simplemente una definición de su campo autoelegido. El Ego es el único contenido del Sí mismo que puede conocerse objetivamente, y, por consiguiente, el único que el científico natural está dispuesto a considerar. Su interés está únicamente en el comportamiento. 

La observación empírica es siempre de cosas que cambian, es decir, de cosas individuales o de clases de cosas individuales; cosas que, como todos los filósofos están de acuerdo, no puede decirse que son, sino sólo que devienen o que evolucionan. El fisiólogo, por ejemplo, investiga el cuerpo, y el psicólogo el alma o la individualidad. El psicólogo es perfectamente consciente de que el ser continuado de las individualidades es sólo un postulado, conveniente e incluso necesario para los propósitos prácticos, pero intelectualmente insostenible; y a este respecto está completamente de acuerdo con el budista, que nunca se cansa de insistir en que el cuerpo y el alma —compuestos y cambiantes, y por lo tanto enteramente mortales— «no son mi Sí mismo», no son la Realidad que debe conocerse si nosotros hemos de «devenir lo que nosotros somos». De la misma manera, San Agustín señala que aquellos que vieron que ambos, tanto el cuerpo como el alma, son mutables, han buscado lo que es inmutable, y así han encontrado a Dios —ese Uno, de lo cual o de quien las Upanishads declaran que «eso eres tú». Por consiguiente, puesto que la teología coincide con la autología, prescinde de todo lo que es emocional, para considerar sólo eso que no se mueve— «En todo alrededor de mí, yo sólo veo cambio y decadencia, oh Tú que no cambias». La teología le encuentra en ese ahora eterno, que separa siempre el pasado del futuro, y sin el cual estos términos emparejados no tendrían ningún significado; de la misma manera que el espacio no tendría ningún significado si no fuera por el punto que distingue entre el aquí y el allí. El momento sin duración, el punto sin extensión —estos son los Medios de Oro, y la inconcebible Vía Recta que lleva del tiempo a la eternidad, de la muerte a la inmortalidad. 

Nuestra experiencia de la «vida» es evolutiva: ¿qué evoluciona?. La evolución es reencarnación, a saber, la muerte de uno y el renacimiento de otro, en continuidad momentánea: ¿quién se reencarna?. La metafísica prescinde de la proposición animista de Descartes, Cogito ergo sum, para decir, Cogito ergo EST; y a la pregunta, ¿Quid est? responde que ésta es una pregunta impropia, porque su sujeto no es un qué entre otros, sino la queidad de todo lo que ellos son y de todo lo que ellos no son. La reencarnación —como se comprende corrientemente con el significando de retorno de las almas individuales a otros cuerpos aquí en la tierra— no es una doctrina ortodoxa india, sino sólo una creencia popular. Así, por ejemplo, como observa el Dr. B.C. Law, «No hay que decir que el pensador budista repudia la noción de que un ego pase de una incorporación a otra». Nosotros estamos con Śrī Śaṅkarācārya cuando dice, «En verdad, no hay ningún otro transmigrante que el Señor» —que, a la vez, es transcendentemente él mismo, y el Sí mismo inmanente en todos los seres, pero que jamás deviene alguien; para lo cual podría citarse abundante autoridad de los Vedas y Upanishads. Así pues, si nosotros encontramos a Śrī Krishna diciendo a Arjuna, y al Buddha a sus Mendicantes, «Larga es la senda que nosotros hemos caminado, y son muchos los nacimientos que vosotros y yo hemos conocido», la referencia no es a una pluralidad de esencias, sino al Hombre Común en cada hombre, Hombre que, en la mayoría de los hombres, se ha olvidado a sí mismo, pero que, en el redespertado, ha alcanzado el fin de la vía, y habiendo acabado con todo el devenir, ya no es una personalidad en el tiempo, ya no es un alguien, ya no es uno de quien se puede hablar por un nombre propio. 

El Señor es el solo transmigrante. Eso eres tú —el verdadero Hombre en cada hombre. Así pues, como dice Blake: 

«El hombre busca en el árbol, en la hierba, en el pez, en la bestia, juntar las porciones dispersas de su cuerpo inmortal... 

Dondequiera que crece una hierba o que brota una hoja, se ve, se escucha, se siente al Hombre Eterno, 

Y a todas sus aflicciones, hasta que reasume su antigua felicidad»

Māṇikka Vāçagar:  «Hierba, y arbusto fui; y gusano, y árbol, y muchísimos tipos de bestias, y pájaro, y serpiente, y piedra, y hombre y demonio… 

En cada especie nacida, ¡Gran Señor! este día he ganado la liberación»;

Ovidio:  «El espíritu vaga errante, ora viene aquí, ora va allí, y ocupa cualquier apariencia que le place. De las bestias pasa a los cuerpos humanos, y de nuestros cuerpos a los cuerpos de bestias, pero nunca perece»; Taliesin:  «Yo fui en muchos disfraces antes de ser desencantado, yo fui el héroe en aflicción, yo soy viejo y yo soy joven»; Empédocles:  «Antes de ahora yo nací un joven y una doncella, un arbusto y un pájaro, y un pez silente saltando fuera del mar»; Jalālu'd Dīn Rūmī:  «Primero salió del reino de lo inorgánico, moró largos años él en el estado vegetal, pasó a la condición animal, y desde ahí a la humanidad: desde donde, nuevamente, hay otra migración que hacer»; Aitareya îraṇyaka:  «Al que conoce al Sí mismo, cada vez más claramente, con tanta mayor plenitud se Le manifiesta. En cualesquiera plantas y árboles y animales, el conocedor del Sí mismo conoce al Sí mismo, manifestado cada vez más plenamente. Pues en las plantas y los árboles sólo es visible el plasma, pero en los animales es visible la inteligencia. En ellos, el Sí mismo deviene cada vez más evidente. En el hombre, el Sí mismo es cada vez más evidente, pues el hombre está sumamente dotado de providencia, dice lo que ha conocido, ve lo que ha conocido, conoce el mañana, conoce lo que es y no es mundano, y por lo mortal busca lo inmortal. Pero en cuanto a los otros, es decir, a animales, el hambre y la sed son el grado de su discriminación». Para resumir, en las palabras de Farīdu'd Dīn 'Attār:  «El Peregrino, la Peregrinación y la Senda eran sólo Mí mismo hacia Mí mismo». 
 
Esta no es la doctrina tradicional de la «reencarnación», en el sentido popular y animista, sino la doctrina tradicional de la transmigración y evolución de la «Naturaleza siempre productiva»; es una doctrina que no contradice ni excluye de ninguna manera la actualidad del proceso de evolución según lo considera el naturalista moderno. Antes al contrario, ella es precisamente la conclusión a la que se ve abocado, por su investigación en los hechos de la herencia, Erwin Schrṇdinger, en su libro titulado ¿What is Life?. En su capítulo de conclusión sobre «El Determinismo y el Libre albedrío», su «única inferencia posible» es que «yo, en el sentido más amplio de la palabra —es decir, en el de toda mente consciente de que alguna vez ha dicho o sentido "yo"— soy la persona, si la hay, que controla "la moción de los átomos", según las Leyes de la Naturaleza… La Consciencia es un singular cuyo plural es desconocido». 

Schrṇdinger es perfectamente consciente de que esta es la posición enunciada en las Upanishads, y muy sucintamente en las fórmulas, «Eso eres tú… aparte de Quien no hay ningún otro veedor, escuchador, pensador o agente». 

No le cito aquí porque yo sostenga que la verdad de las doctrinas tradicionales puede probarse con métodos de laboratorio, sino porque su posición ilustra bien el punto principal que estoy tratando, a saber, que no hay ningún conflicto necesario entre la ciencia y la religión, sino sólo la posibilidad de una confusión de sus respectivos campos; y el hecho de que para el hombre total, en quien se ha efectuado la integración del Ego con el Sí mismo, no hay ninguna barrera infranqueable entre los campos de la ciencia y de la religión. El científico natural y el metafísico —ambos pueden ser uno y el mismo hombre; no hay ninguna necesidad de traicionar la objetividad científica, por una parte, ni los principios metafísicos, por otra.1 Traducción: Pedro Rodea

 
 
NOTAS
* Este artículo se imprimió por primera vez en Main Currents in Modern Thought (New York), IV, 1946. También en Blackfriars (Oxford, XXCII, 1946. Reimpreso en «Am I My Brother's Keeper?».
1 Este breve ensayo resume una posición esbozada en mi «On the One and Only Transmigrant» (AOS. Suppl. 3, 1944), y que hemos de desarrollar plenamente, con una documentación adecuada, en un trabajo sobre la reencarnación que completaremos en breve. La posición asumida es que todos los textos tradicionales, indios, islámicos, y griegos, que parecen sostener una reencarnación de las esencias individuales, son expresiones en términos de un animismo pragmático y popular —«animista» en el sentido de que asumen la realidad del Ego postulado— y deben comprenderse metafísicamente como haciendo referencia sólo a la universalidad del Espíritu inmanente, el Daimon, o el Eterno Hombre-en-este-hombre, que realiza su propia omnipresencia ex tempore cuando «reasume su antigua felicidad».
 
A. K. Coomaraswamy
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