ANALES DEL COLEGIO INVISIBLE
JOSCELYN GODWIN
XII
El Dilema Filosofal

En todas las generaciones, unos pocos, más que "creer", conocieron algunas respuestas a los grandes interrogantes de la humanidad. Su saber resulta evidentemente difícil de transmitir al resto de nosotros, pero su brillo y su certidumbre operan ciertamente como un faro y un recordatorio de lo que un hombre o una mujer pueden ser. Ellos ocupan su sitio en una sociedad ordenada y tradicional; como Catalina de Siena o Nicolás de Cusa imponen respeto a reyes y papas, y fijan un modelo de santidad y sabiduría a las que el clero aspira (si es que no enloquece de celos). Pero, ¿qué hacer cuando el equilibrio espiritual del mundo se despedaza, como ocurrió en el siglo XV con el cisma de Oriente y Occidente y el influjo del humanismo; en el siglo XVI, con la Reforma, la Contrarreforma y las Guerras Religiosas; y en el siglo XVII, con la caza de brujas, la Guerra de los Treinta Años y la revolución científica? 

Las evidencias al respecto apuntan en dos direcciones. Algunos Sabios, en la trastienda, se empeñaron en curar y renovar la sociedad. Otros trabajaron para iluminar a los individuos. Los primeros fueron patentes en el Rosacrucismo, a comienzos del siglo XVII; los últimos, de los que nos ocuparemos en el próximo artículo, en la alquimia y la teosofía.

El "dilema filosofal" de nuestro título consiste en optar por uno de estos dos campos operativos: por el político o por el personal. Lo podemos expresar así: "¿Es posible poner remedio al estado de la humanidad en su conjunto, o su estado es tan crítico que esto sólo es posible en el plano individual?"

No hay que ser excesivamente sabio para que esta pregunta nos perturbe. Responderla exige un sondeo de nuestras más profundas convicciones acerca de la naturaleza humana y del lugar que el hombre ocupa sobre la tierra. Por ejemplo, ¿creemos que la vida sobre la tierra es mero preludio de una vida mucho más importante que comienza después de la muerte? Si es así, las condiciones sociales de este valle de lágrimas son un asunto secundario, e incluso una distracción. ¿Creemos, con la mayoría de los cristianos, que todos tienen un alma individual e inmortal, o, como algunos paganos, que la inmortalidad personal sólo se gana con titánicos esfuerzos? ¿Existe una clara diferencia entre la existencia material y la existencia espiritual, o el cuerpo y el alma forman parte de un continuum que nuestra falsa percepción divide? ¿Debo preocuparme por la humanidad en su conjunto, o debo preocuparme por mi propia salvación, dejando el resto en manos de la Divina Providencia? ¿Soy una unidad aparte, dueña de mi propia historia espiritual, un extranjero o incluso un exiliado en esta tierra (este es el punto de vista gnóstico), o pertenezco a una tribu, una raza o una especie con una macrohistoria de evolución pasada y futura?

En el siglo XVI hubo en Europa tres corrientes doctrinales principales, encargadas de librar a la gente del incordio que esos interrogantes causaban. A los católicos se les aconsejaba que dejaran las pesadas cuestiones teológicas en manos de la Iglesia, como representante de la voluntad de Dios sobre la tierra, y trataran de vivir virtuosamente siguiendo sus enseñanzas. Por el contrario, Martín Lutero sostenía que todos tenían derecho a buscar sus propias respuestas, pero que Dios había colocado éstas en las Escrituras de manera inequívoca. Los seguidores de Juan Calvino se esmeraban en dividir a la humanidad en grupos predestinados, integrados por los Salvados y los Condenados, y confiaban en que su conducta y sus fortunas les demostraran que se contaban entre los primeros. A mediados de ese siglo, las tres facciones se odiaban a muerte, mientras que los judíos, que aguardaban pacientemente a su Mesías, hacían todo lo posible por quedar fuera de ese fuego cruzado.

Será siempre un misterio cómo la religión, cuyos principales mandamientos son el amor a Dios y el amor al prójimo, llegó a tan crítica situación. Sin embargo, debe hallarse una pista en las creencias injertadas en la temática evangélica. ¿Qué estoico o platónico ilustrado pudo alguna vez haber tomado en serio la doctrina de la predestinación o de la transubstanciación, de la infalibilidad de las Escrituras, o de la compra de indulgencias para acortar nuestra estadía en el Purgatorio? ¿Qué cristiano reflexivo pudo dejar de dudar de semejantes cosas? Jamás quedó mejor demostrado el axioma según el cual quienes no se sienten seguros de sus propias creencias suelen reaccionar con dogmática agresividad.

La primera solución grande y tajante del dilema filosófico fue la de Ignacio de Loyola quien fundó la Compañía de Jesús en 1540. El método de los jesuitas tomó al toro por las astas. En el plano personal, preparó a sus miembros con el uso de la imaginación activa (ver aquí el capítulo 10 de esta serie) para convertirse en decididos guerreros defensores de Cristo y la fe católica. La duda no tiene cabida al término de los Ejercicios Espirituales; aquello que enseñaron al discípulo a creer, ahora él lo sabe, y una fe inconmovible lo prepara inclusive para el martirio.

Los jesuitas se proponían, en el plano colectivo, convertir al mundo entero a la fe católica. Debido a que eran más inteligentes que algunas otras Ordenes, comprendían que era mejor hacer esto con sigilo que con violencia y hoguera. Por ese motivo, los jesuitas enseñaban celebrando la gloria y variedad del mundo creado por Dios. Apoyándose en la natural curiosidad de los jóvenes, estimulaban los efectos teatrales (que son una rama de la imaginación) y las ciencias aplicadas. En tiempos de estancamiento religioso, hasta los protestantes enviaban a sus hijos a las escuelas de los jesuitas. Los misioneros de Ignacio, que integraron la primera organización de carácter mundial, aprendieron los idiomas y las religiones de sus países anfitriones, y luego adaptaban convenientemente sus estrategias tendientes a convertirlos. A veces casi "llegaban a ser autóctonos" a medida que se infiltraban, y sus informes vernáculos son una valiosísima fuente de carácter histórico-etnográfico. Pero siempre estaba la firme voluntad de llevar a cabo un solo y único fin; y éste se utilizó, dicen los críticos de los jesuitas, para justificar medios dudosos y siniestros. También uno se pregunta si tiene alguna validez el "conocimiento" obtenido mediante los Ejercicios Espirituales, o si se trata de una fanática sobreestimulación de respuestas recetadas para interrogantes eternos.

Apenas podemos comparar la poderosa orden jesuita con las combinaciones caseras de unos pocos amigos que lanzaron el movimiento rosacruz en el segundo decenio del siglo XVII. Sin embargo, los dos tratados, la Fama y la Confesión de los Hermanos de la Rosa-Cruz, cayeron en el fértil suelo de una Europa ávida de alimento espiritual que estuviera por encima y más allá de lo que las iglesias tenían que ofrecer. Así fue como se creó un nuevo mito, el de una hermandad secreta de sabios iniciados que auténticamente deseaban lo mejor para la humanidad y que en la trastienda trabajaban para generarlo. Eran muchas, y todavía lo son, las personas que creen en esto. 

Los manifiestos rosacruces circularon en manuscrito desde 1611, luego aparecieron impresos en 1614 y 1615, seguidos en 1616 por su complemento, la novela fantástica Las Bodas Químicas de Christian Rosenkreutz. Los manifiestos trataban los temas míticos de un viajero que lleva a Europa las enseñanzas secretas del Oriente, de la sepultura de su cadáver y de su sabiduría, y la apertura de su bóveda ciento veinte años después, la fundación de una Orden de sabios que, tras viajar de incógnito por las naciones como médicos que curan el cuerpo, también se empeñaron en curar el alma de Europa; y el anuncio de que ya era tiempo de renacer.

Los escritos rosacruces son producto de un medio luterano con influencias de Paracelso y de la alquimia. Afirman que los Hermanos obtuvieron su sabiduría de dos fuentes: la Biblia y el Libro de la Naturaleza, e instan al mundo a que obre de igual manera. La jerarquía católica no tiene cabida y no hacen hincapié en la condenación eterna. Las Bodas Químicas combina la teosofía cristiana con el culto de Venus como Diosa de la Naturaleza y patrona de la alquimia. La epopeya del resurgimiento pagano, la Hypnerotomachia Poliphili de Francesco Colonna, ejerció fuerte influencia sobre este texto. 

La iniciativa rosacruz pertenece al movimiento conocido como Pansofía (literalmente, "sabiduría total"), combina las ciencias naturales con las sobrenaturales, y su propósito es mejorar el mundo. John Dee fue uno de los fundadores de la corriente pansófica, e instó a los artesanos ingleses a estudiar matemática, en pro de un mayor dominio de la técnica, y luego prosiguió sus propios estudios "conversando con los ángeles". Paracelso hizo otro tanto, y su concepción acerca de una Naturaleza viva, impulsada por las influencias celestiales y sensible a la alquimia, se combinó con un sólido conocimiento de la herboristería, la química y las Escrituras. Praga fue un fértil campo de cultivo de la Pansofía; allí el Emperador Rodolfo II (quien reinó desde 1576 hasta 1611), permitió cuanta diversidad religiosa fue posible, y estimuló todas las artes y ciencias, especialmente las de carácter Hermético.

Lo genial del grupo rosacruz, deliberadamente o no, consistió en que acertó con los ingredientes de un mito perdurable. El paroxismo final de las Guerras Religiosas, la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), interrumpió ese mito, pero no lo extinguió. Los rosacruces podían pasar en los países protestantes como una especie de orden jesuítica opuesta: sin coerciones ni dogmas, y accesible a los poderes ocultos que tanto asustaban a las Iglesias. Sin embargo, la Pansofía también llegó a ser contraria a lo científico, en el sentido de que ofreció una opción ante una ciencia que era cada vez más positivista y materialista.

Un buen ejemplo del dilema filosofal es la carrera de Elías Ashmole (1617-1692). Interesado desde su juventud en las ciencias ocultas, especialmente en la astrología, se inició como abogado y servidor público de porvenir. Pero habiendo servido a Carlos I, tuvo que pasar en la oscuridad la era posterior. Durante quince años estudió a fondo las ciencias naturales, especialmente alquimia, medicina y botánica; y también tópicos propios de anticuarios: heráldica, genealogía, numismática e historia de las Ordenes caballerescas. En 1660, con la Restauración de Carlos II, Ashmole se dispuso nuevamente a ser un servidor público y se convirtió en una especie de Maestro de Ceremonias de la monarquía. Escribió una extensa historia de la Orden de la Jarretera, dirigió sus ritos y ejerció su autoridad en todo asunto atinente a tradición y orden jerárquico.

Ashmole era como un jefe druida o un Pontifex Maximus, nacido fuera de época, sobre todo porque cada decisión suya se regía con la astrología horaria. Su labor constituyó un monumento al concepto tradicional y jerárquico de una sociedad ordenada, gobernada por un Rey ungido. Pero lejos de tener estrechas miras, era también un voraz coleccionista de antigüedades y objetos curiosos de todo el mundo, tanto naturales como artísticos. Como el jesuita Atanasio Kircher, que armó su colección etnográfica con la contribución de misioneros, Ashmole fue fundador de uno de los primeros museos. También fue miembro fundador de la Sociedad Real. De conformidad con el ideal pansófico de educación universal, donó sus colecciones a la Universidad de Oxford, las cuales estarían posteriormente a disposición del público como el Ashmolean Museum.

Los sabios como Ashmole no son necesariamente piadosos o santos, ni comparten siempre los ideales morales e igualitarios corrientes. No se trata de quién tiene razón o no: hacen lo que tienen que hacer, porque ven con más claridad y profundidad que el resto de nosotros. Y tal vez sirvan a dioses distintos de los nuestros.

En el siglo XVIII apareció una nueva Orden Rosacruz. El primero que la describió fue "Sincerus Renatus" (Samuel Richter) en 1710, quedando institucionalizada a mediados de ese siglo. A diferencia de la original, esta "Orden de la Rosa-Cruz de Oro" era totalmente pública, y algunos de sus miembros, encabezados por el Rey Federico Guillermo II de Prusia, ejercían efectivamente el poder. Al igual que los demás "déspotas ilustrados" de su tiempo, dieron su visto bueno a la libertad religiosa y a algunas libertades civiles para las masas. En cuanto a sus propios miembros, la Orden proveía un detallado sistema de rituales, grados, títulos y símbolos con los que ascendían los peldaños de la iniciación. La alquimia e incluso una suerte de evocación mágica despertaban mucho interés. 

El nuevo Rosacrucismo abandonó sus polémicas con el Papa y su iglesia, que habían sido características en la Confesión original, y con el espíritu del nuevo siglo abrió sus puertas tanto a los católicos como a los protestantes de diversas denominaciones. Maniobrando entre los arroyos gemelos de la religión sectaria y el cientificismo, eludió la rivalidad existente entre ambos, que, según la limitada descripción de los historiadores, caracterizó al Siglo de las Luces.

La Rosa-Cruz de Oro estaba estrechamente conectada con el ala más jerárquica y ceremonial de la Francmasonería, cuya historia también ilustra nuestro tema. Se sabe que Elías Ashmole fue el primer iniciado en una logia masónica como miembro no-operativo del que se tiene noticia. Esto ocurrió en 1646. No resulta difícil apreciar por qué esa logia lo atrajo. Según la leyenda, tal como estudios recientes tienden a confirmarlo, cuando la Orden de los Caballeros Templarios fue suprimida, y su Gran Maestre Jacobo de Molay murió en 1307 en la hoguera, algunos caballeros huyeron a Escocia y conservaron viva allí, secretamente, la tradición de los Templarios. Naturalmente, tuvieron que interrumpir la labor pública que los había convertido en los primeros banqueros internacionales y que aseguraba que quienes peregrinaran a Tierra Santa llegaran sanos y salvos. Por una comprensible afinidad se aliaron con la corporación escocesa de masones y arquitectos, cuyos mitológicos oficios se remontaban al más famoso de todos los edificios de la antigüedad, el Templo de Salomón. La corporación utilizó leyendas acerca del templo y sus constructores para sus ritos iniciáticos y como recurso alegóricamente moralizador. Por ejemplo, comparaban al ser humano con una piedra bruta y sin forma, recién sacada de la cantera, la cual debía ser picada, modelada y pulida para ser digna de ocupar su lugar en el edificio terminado. Implícitamente, la sociedad es un templo en proceso de edificación.

Las tres iniciaciones de Aprendiz, Compañero y Maestro son, en la Francmasonería tradicional, ritos cuasi sacramentales que producen una transformación en la persona. Operan no sólo mediante alegorías (lo cual consiste en sustituir los distintos nombres de las cosas), sino también mediante símbolos. Un símbolo no tiene un solo significado, como la Estatua de la Libertad: tiene múltiples significados y sirve de nexo entre los planos de la realidad. Por ejemplo, el piso con los cuadrados blancos y negros del tablero de damas, utilizado en algunos rituales masónicos, no significa solamente la mezcla del bien y el mal en el mundo, sino también las dos fuerzas complementarias con las que el cosmos fue creado. Estas fuerzas se manifiestan como la expansión y la contracción, el día y la noche, el varón y la mujer, y cien pares más de opuestos. Lograr comprender esto efectivamente es llegar a entender cómo el "Gran Arquitecto del Universo" opera desde la cima hasta el fondo de su creación. Eso encierra también una profunda enseñanza sobre el bien y el mal.

Junto a las Ordenes iniciáticas y jerárquicas, se desarrolló otra especie de Francmasonería, a tono con las corrientes secularizantes, progresistas, optimistas e igualitaristas. Para este modo de pensar, cuyas raíces no reconocidas se hallaban en los Evangelios, los obstáculos a la fraternidad universal eran una Iglesia que aún quería aferrarse a su poder temporal, y la monarquía absolutista. Algunas logias, debido a su reserva, sigilo y vastas ramificaciones, fueron caldo de cultivo de librepensadores y, posteriormente en ese mismo siglo, de revolucionarios. Por esta razón, periódicamente eran clausuradas y prohibidas por la ley, tal como ocurrió con los jesuitas. Ambos movimientos representaban un fanatismo intolerable para quienes procuraban mantener a la sociedad en un frágil equilibrio.

Al comenzar el siglo XIX, el ala socialmente progresista de la Francmasonería había reemplazado al ala iniciática y jerárquica, lo cual engendró variadas Ordenes mágicas y masónicas marginales. Por consiguiente, en la actualidad, rosacruces y francmasones han intercambiado virtualmente sus posturas originales. Mientras los rosacruces de 1614 quisieron renovar el mundo, los grupos modernos que navegan nominalmente bajo su bandera no tienen repercusión social, pero brindan a los individuos, por medio del ocultismo, enseñanzas y prácticas de mejoramiento personal. Mientras la primitiva Francmasonería fue caballeresca e iniciática, ahora es secular y filantrópica, sin perspectiva de transformación personal que vaya más allá del plano ético. Su influencia, en los Estados Unidos de América, se halla diluida entre muchas otras fraternidades cuyo contenido tradicional es aún menor. En resumen, los filósofos que debieron haberse visto obligados a regirnos, o por lo menos, a ser el poder detrás del trono, hicieron sus maletas y se marcharon. Traducción: Héctor V. Morel


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