EL CÓDIGO DA VINCI |
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1.– La ficción El Código se presenta como una novela que recurre permanentemente a la historia bajo los ropajes del género policial. Juzguémosla, pues, primero como novela, para analizar, más tarde, los retazos de historia que por allí aparecen. Para ello recordemos, brevemente, algunas reglas que un maestro en el arte de escribir novelas policiales (Raymond Chandler) estableció como inviolables:
Y, salteamos hasta la regla diez, debe ser razonablemente honesta. ¿Qué significa aquí honestidad?, se preguntaba Chandler. Respondía: no alcanza con exponer los hechos, se deben exponerlos con imparcialidad y deben pertenecer a ese tipo de hechos a partir de los cuales pueda funcionar la deducción. No se debe, entonces, ocultar al lector las claves más importantes, ni tampoco las otras, mucho menos distorsionarlas.3 Dan Brown ha violado sistemáticamente cada una de estas reglas. Con respecto a la cuarta nos podemos, por ejemplo, preguntar ¿cuál es el asunto4 que sostiene al misterio (por qué y quién o quiénes han asesinado a Jacques Saunière)? Ninguno, salvo una recorrida turística por París y Londres. Pero, qué se esconde detrás del pretendido misterio. Respuesta: el Grial, su verdadera identidad, su localización y aún más el secreto de los secretos, la verdadera naturaleza de Cristo y su relación con María Magdalena. Esta serie de "secretos" en realidad fueron los tópicos del sub-género conocido como realismo fantástico y que estuviera de moda por la década del sesenta representado por autores tan poco sólidos como Gerard de Sède (por no citar los más conocidos Louis Pauwels y Jacques Bergier). Descartando la imposibilidad de sostener este misterio (el Grial como metáfora del vientre femenino) a lo largo de 557 agobiadoras páginas le resta al autor tan solo un pobre recurso para mantener nuestra atención y motivarnos para avanzar en la lectura: la identidad del Maestro que se mueve tanto detrás del asesino Silas como del Obispo Aringarosa, su superior jerárquico. (Digamos, además, que la pobre traducción castellana de Maestro por el término original the Teacher tiende a confundir más la lectura y la identidad de éste con la del Gran Maestre del Priorato de Sión, en el original Great Master, esto es el asesinado Saunière). Este Teacher se presenta como el titiritero que va moviendo sus piezas (Silas, el Obispo, Robert Langdon, el inspector Fache) en procura de llegar a conocer dónde se encuentra el Grial. El asesinato de Saunière involucra, al comienzo, al experto en símbolos norteamericano R. Langdon y, poco más tarde, a la misma nieta del conservador del Louvre (Saunière), Sophie Neveau (de la cual en una página se nos informa que cuenta con 32 años para enterarnos en la siguiente que roza los treinta5). No puede faltar, tampoco, el sagaz inspector, Bozu Fache (en la peor imitación o parodia de un Hercúles Poirot), del cual se nos carga de información totalmente inútil sobre su condición de católico "conservador" (decimos información inútil pues la misma no produce consecuencia alguna en el progreso de la narración y la figura del inspector, como también su espiritualidad, se diluye promediando las primeras cuatrocientas páginas. Lo mismo hubiera dado si el autor nos hubiera dicho que Fache era nativo de Marsella y devoto del pescado frito). Los otros personajes que se presentan son, ya lo dijimos, Silas, el monje, y el Obispo Aringarosa, quienes servirán de pretextos para pintar al Opus Dei con tintes siniestros. Dejando de lado el ya remarcado hecho de que la Obra no cuenta con monjes y concediéndole al autor el privilegio de la total libertad que parecería gozar el género novelístico, limitémonos a juzgarlo, por el momento, de acuerdo con las leyes del género mismo. Y subrayemos, entonces, cómo se han violado las mismas: (1) se ha cargado al lector con información inútil; (2) se coloca como protagonista a un curioso experto en símbolos, a quien una criptóloga debe auxiliar a cada rato (y al final de la novela tendrá que hacerlo la abuela de la misma); (3) se despista al lector (violación de la regla diez de Chandler) adjudicando cada uno de los crímenes cometidos al Opus Dei, en primer lugar e indirectamente a la misma cúpula de la Iglesia Católica para, y en las páginas finales, desdecirse rápidamente al afirmar que ni el Opus Dei ni el Vaticano eran responsables de los crímenes; (4) la necesidad de oxigenar el pesado (y vacío) asunto (y seguramente pensado en el futuro film) lleva a Brown a trasladar la acción del Louvre a un Banco Suizo, más tarde al Château de un Lord inglés (Sir Leigh) experto en el Grial y finalmente a Londres; tanto viaje acaba por fatigarnos. ¿Adónde llegan después de tanto correr? Ni Brown ni sus personajes parecen saberlo (y a propósito recordemos ahora otra regla literaria, esta vez de nuestro entrañable Horacio Quiroga: nunca comenzar una narración sin saber cómo terminarla...) De suyo resulta bastante inverosímil (y siempre dentro de los límites del pretendido anything goes del género novelístico) que un experto en símbolos y una criptógrafa tengan que recurrir a ¡¡otro experto!!, esta vez en el Santo Grial. Parecería que la barbarie de la especialización (que ya ha embrutecido a nuestros científicos naturales) comenzara a afectar también a los cultores de las ciencias del espíritu. Es insostenible, desde la técnica narrativa, la irrupción de nuestros prófugos en el castillo de Sir Leigh Teabing (especie de enclave británico en Francia), como también caricaturesca la britanidad del nombrado. Después de haberse resistido a recibirlos y tras someterlos a un grotesco test de pseudo tradición inglesa, les permite alegremente la entrada para ¡¡pasar a dictarles cátedra de Grial para principiantes!! Nuevamente nos sentimos consternados como lectores. La acción se detiene para cargarnos de pseudo explicaciones. Además aparece el infaltable mayordomo, Rémy Legaludec: atención a este punto pues es aquí en donde Brown despliega toda su deshonestidad como narrador. En primer lugar, el sirviente aparece como un fiel y celoso guarda de su amo (uno estaría tentado en pensar en el Néstor del genial Tintín, pero olvidémoslo: Hergé era un verdadero narrador y aquí reside toda su diferencia con Brown). El fiel mayordomo advierte a nuestro griálico Sir que sus huéspedes son perseguidos por asesinato. Y aquél reacciona de la manera más increíble: los traslada en jet privado a la civilización, es decir a Inglaterra. No queremos fatigar al lector (Brown lo ha conseguido para siempre) continuando con la reseña del pretendido asunto. Pero sí debemos seguir señalando las trampas de la novela. Ya en Inglaterra no hay misterio ni secreto alguno, tan solo la identidad del Teacher, que va dirigiendo desde las sombras a sus peones: Silas, el Obispo e indirectamente a Fache, quien, a la sazón, va eclipsándose de la historia. En la pérfida Albión aparece nuestro fiel mayordomo traicionando a su noble amo y a continuación se colma nuestra paciencia con un breve compendio del resentimiento (no queda lugar común por incurrir, inclusive la figura del antiguo sirviente imaginando cómo se hará servir en algún sitio idílico6). Se nos aclara, es la voz objetiva del narrador omnisciente –atención– la que habla, que el mayordomo ha traicionado a Leigh por dinero, tentado por el Teacher. Claro y no podía ser de otro modo: ¡el culpable es el mayordomo! Pero, ¿de qué es culpable? Ya a estas alturas no los sabemos, seguro que no de la divulgación del peculiar secreto por todos conocido. Pero las apariencias engañan y más tarde el mayordomo es asesinado (envenado, violación de la regla dos de Chandler7) por el Teacher, cuya identidad todavía se nos oculta (Brown es avaro con su último recurso y quiere estar seguro que el lector no desista de tan poco motivante lectura). Y a tanto correr, ¿dónde hemos llegado? Nuestros simbolistas se encuentran en la Abadía de Westminster, buscando la tumba de Isaac Newton. Será allí donde, por fin, conoceremos la identidad del Teacher: el propio Sir Leigh. Y entonces, ¿por qué se nos cargó con tantas referencias al resentimiento del mayordomo? ¿Por qué se devaluó la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo si, al final, el esclavo seguía sirviendo a su amo? Brown no se ha privado de violar ninguna de las diez reglas canónicas de la novela policial. Así sacó de la galera su última y tramposa carta. La novela parece llegar a su fin. Ya estamos cansados de leer y, afortunadamente, Brown parece estar cansado de escribir. No hay asunto, no hay misterio, la trama está ausente con aviso, y finalmente, tampoco hay código de Da Vinci alguno que justifique el título (salvo la conocida escritura de izquierda a derecha del florentino). El Opus Dei y el Vaticano quedan, sabia y diplomáticamente, libres de cargo. El culpable es tan sólo un titiritero loco, que ni siquiera es cristiano. Sólo queda una última travesía por Inglaterra, en donde Sophie conocerá a su abuela y a su hermano y se enterará, finalmente, que el Grial no está en Gran Bretaña: un tesoro que se les escapó a los ingleses.
2.– La historia.
Excelente síntesis de las densas quinientas páginas del Código, ¿no es así? El péndulo de Foucault, casi huelga aclararlo, se publicó en Italia en 1989, en la estela del éxito provocado por El nombre de la rosa y durante el mismo año fue traducido a los principales idiomas. Estas obras de Eco constituyen no sólo, pues, antecedentes del Código sino sus modelos mismos. La primera de las novelas del semiólogo italiano fue un ataque directo contra la Iglesia y una reivindicación, bastante demodé debemos decir, del modelo de ciencia natural hipotético-deductivo forjado entre Occam y la revolución copernicana frente al denostado pensamiento metafísico. El Péndulo, por su parte, apuntaba directamente contra el concepto de secreto, inadmisible para la mentalidad moderna. La tesis de esta farragosa obra de 579 páginas se podría reducir a la siguiente proposición: el único secreto es que no hay secreto. De la pretenciosa y densa pluma del piamontés hemos bajado unos cuantos peldaños en el confuso script, antes que novela, del práctico anglosajón Brown quien ha escrito una obra de misterio sin misterio para reducir todo los secretos al nivel de lo meramente humano y contingente. |
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NOTAS | |
* | José Andrés Bonetti es argentino, profesor en Historia y doctor en Filosofía. Actualmente vive en Mar del Plata, provincia de Buenos Aires. |
1 | Dan Brown, El Código Da Vinci (orig. The Da Vinci Code, New York: Random House, 2003), trad. J. Estrella, Santiago de Chile: Umbriel Editores, 2004, 557 pp. |
2 | Mario Vargas Llosa, Historia de Mayta, Buenos Aires: Sudamericana, 1984; cf. C. III: "(...) me pregunto si alguna vez se llega a saber la historia con mayúsculas... o si en ella no hay tanta o más invención que en las novelas" (p. 77). Véase, además, del mismo autor La verdad de las mentiras, Barcelona: Seix Barral, 1990. |
3 | R. Chandler, Cartas y escritos inéditos (orig. Raymond Chandler Speaking, Helga Green Literary Agency: 1962), trad. M. Bacchella, Bs. As.: Ediciones de La Flor, 1976, Apuntes sobre la novela policial, pp. 69-74 y passim. |
4 | En las novelas podemos distinguir entre (1) idea (pensamiento capital que se expone en la obra); (2) asunto (conjunto de hechos en los que resplandece la idea; es decir, el argumento, lo que podemos contar con nuestras palabras a otro lector imaginario. El asunto fue distinguido de la trama por los formalistas rusos, Tomaschevsky por ejemplo; la trama estaría constituida por los mismos acontecimientos pero elaborados artísticamente por el narrador, aquí lo importante es la forma, el sello inimitable del artista) y, por último (3) el fin, es decir el resultado que el autor procura conseguir, ya sea de índole artística, moral o didáctica. En el Código la idea es claramente identificable: naturalización de la persona de Jesús y del símbolo de Grial; el asunto es irrelevante, la trama brilla por su ausencia y el fin es didáctico-moral: "enseñar" a los desprevenidos lectores que la dos veces milenaria tradición cristiana es sólo un invento (este es el secreto del Priorato). |
5 | Este detalle sólo puede develar una cosa: apuro por escribir y publicar y olvido, por lo tanto, de la regla de oro de todo género literario: corregir, corregir y corregir. Así, en la página 70 del Código leemos que Sophie es una "... criptóloga parisina..." que "(a) sus treinta y dos años, era tan decidida que rozaba la obstinación", para en la página 71 enterarnos que "(e)ra atractiva y tenía unos treinta años". |
6 | D. Brown, o.c., 86, p. 444. |
7 | D. Brown, o.c., 94, p. 474. |
8 | Y fue condenado por el Papa San Pio X en la Encíclica Pascendi (1907). |
9 | Así, por ejemplo, Capítulo 38, pp. 205-209 y Capítulo 56, p. 295 de la edición citada. |
10 | I. Kant, Die Religion innerhalb der Grenzen der bloßen Vernunft (1793), Hrsg. v. Rudolf Malter, Stuttgart: Reclam, 1974, 302 pp. |
11 | Recordemos, brevemente, que hacia 1895 Dom Berenguer Saunière (claro el mismo apellido del Conservador del Museo Louvre) habría descubierto ciertos documentos secretos en su parroquia relacionados con el cuerpo de Jesús, su relación con María Magdalena y también, cuando no, un tesoro. En los años sesenta Plantard motivaría al escritor profesional dedicado a la divulgación de "secretos", Gerard de Sède a escribir y publicar la obra titulada L´or de Rennes ou la vie insolite de Berenguer Saunière, Curé de Rennes le Château, París: Julliard, 1967. |
12 | Véase, al respecto, U. Eco, La novela como hecho cosmológico, en: Apostillas a El nombre de la Rosa (orig. Postille a Il nome della rosa, Milán, 1983), Barcelona: Editorial Lumen, 1985, pp. 27-35. |
13 | Así, por ejemplo, cf. R. Guénon, Apreciaciones sobre la iniciación (orig. Aperçus sur l´Initiation, Paris: Editions Traditionnelles, 1977), Bs.As.: CS Ediciones, 1993, Cap. XXVIII: El simbolismo del teatro, p. 294: "(...) el autor tiene una función demiúrgica, ya que produce un mundo que extrae todo entero de sí mismo; y es en ello el símbolo mismo del ser produciendo la manifestación universal". |
14 | D. Brown, o.c., 103, p. 524: "(...) Teabing había demostrado una gran precisión al formular un plan que, en todos los casos, aseguraba su inocencia. Había implicado al Vaticano y al Opus Dei, dos grupos que habían resultado ser totalmente inocentes". |
15 | U. Eco, El péndulo de Foucault (orig. Il pendolo di Foucault, Bompiani, 1989), Bs. As.: Ed Lumen-De la Flor, 1989, 65, pp. 336-337. |
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