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MONTSE GALLEGO |
Hablar de la antigüedad siempre es un misterio para el entendimiento humano de nuestro tiempo, puesto que ésta se encuentra envuelta en muchas ocasiones por un halo de silencio y olvido. Tendemos a pensar que a los anasazi, este pueblo aborigen americano del cual no se conoce un lenguaje escrito, le falta algo importante y necesario que no nos ha sido transmitido. Lo cierto es que no alcanzamos, desde nuestra ignorancia, a reconocer su riqueza espiritual, así como la profundidad y sabiduría de su cosmovisión, puesto que no conocemos ni sus panteones ni sus mitos creacionales, que seguramente sólo se transmitían de forma oral. Sin embargo, desde el conocimiento que el símbolo conserva intacto en sus restos arqueológicos y pictográficos, podemos reconocer que todo su mundo, su cosmovisión, derivaba o era una aplicación de las ideas arquetípicas, que son siempre idénticas a sí mismas y unánimes en todas las sociedades tradicionales. Los anasazi fueron un pueblo ancestral que perteneció a una cultura amerindia aparecida hacia el siglo I de nuestra era, perviviendo hasta el siglo XIII d.C. Habitaron un vasto territorio llamado “las Cuatro Esquinas” en el suroeste precolombino de Estados Unidos, que incluye los actuales estados de Arizona, Nuevo México, Colorado y el sur de Utah. El carácter arcano de este pueblo y su carencia de fuentes escritas, unido a la dificultad de encontrar estudios fiables, ha dado lugar a múltiples elucubraciones sobre su origen. Sin embargo, para los hombres buscadores de la Verdad primigenia y conocedores de la existencia de una Tradición Unánime de la que derivan todas sus posteriores expresiones, la sabiduría de estos pueblos arcaicos permanece imperturbable en la memoria de sus expresiones artísticas y arquitectónicas, y aunque por razones cíclicas aquélla permanece oculta e inaccesible, no ha caído totalmente en el olvido para aquellos que se abren a la posibilidad de despertar al sentido sagrado de la existencia y saben descodificar las claves del lenguaje simbólico con el que se expresaron los anasazi.
El nombre “anasazi” procede de las culturas que los sucedieron siglos después en el mismo territorio. Fueron los indios navajos los que los denominaron con esa palabra, que significa “los antiguos” o “los enemigos”; los indios hopi, por el contrario, utilizaron más bien el término “hisatsinom”, ya que consideraban la palabra “anasazi” como despectiva, aunque en realidad se desconoce cómo se autodenominaron a sí mismos. Se ignora, además, el origen de este pueblo que entre el 1110 y 1300 d.C. comienza su declive y repliegue debido a las condiciones cíclicas de ese momento y por causas aún desconocidas entre las que se barajan algunas hipótesis: sequía, guerras internas o ataques del exterior. Sea lo que fuere:
Parece ser que, en cierto momento, la furia de los dioses privó a los anasazi de su bien más preciado: la lluvia. Todo parecía ir bien hasta que ésta cesó y la sequía afectó a las cosechas; entonces el pueblo se interrogaba acerca de sus penurias y necesitaba encontrar respuestas. Cuentan que, ante el silencio de los dioses, un chamán y su hijo se adentraron en el desierto para buscar la explicación a semejante abandono. Tras semanas de peregrinación por el desierto y al borde de la extenuación, encontraron un cactus con forma de tótem del que escucharon: “de mis lágrimas, beberá tu pueblo”. Las condiciones climáticas y naturales de la zona hacían difícil la vida. Con todo ello, los anasazi supieron entender su entorno, lograron conocerlo utilizando los recursos que había a su alcance y lo consiguieron por un largo periodo de tiempo. Aunque en los inicios parece ser que fueron recolectores y cazadores nómadas durante un tiempo estimado de 6.000 años, posteriormente basaron su economía y desarrollo en la agricultura. Esto les permitió el asentamiento en núcleos radiales que giraban en torno a un centro sagrado. También se sabe que ocuparon un vasto territorio con diversos asentamientos humanos que denotan en su arquitectura un gran conocimiento del entorno y el dominio de la geometría y el arte de la construcción. A lo largo de distintos periodos, el tipo de construcción va variando y surgen diferentes tipos de viviendas. Inicialmente parten de unos sencillos habitáculos pozo, de planta circular, donde se añade un orificio central a modo de chimenea en la techumbre. En las habitaciones existe un pozo central denominado sipape, el “lugar de emergencia” o el “lugar de origen”; desde este ámbito subterráneo equiparado al inframundo sus habitantes inician el ascenso y la salida a un nuevo espacio, lo que supone el elemento precursor de las kivas ceremoniales.
Alrededor del 700 d.C., en Mesa Verde, se construyen estructuras cavernosas de gran envergadura que están añadidas de manera orgánica a los riscos de las montañas. Sobre el 1.100 existen grandes poblados edificados con mampostería de piedra. Otro centro sagrado de la civilización Anasazi de gran valor se ubica en el Cañón del Chaco donde se alberga el centro de gobierno en el periodo 900-1100. Las casas en el Cañón del Chaco eran de muy diferentes tamaños y debieron haber servido para distintos propósitos. Las casas pequeñas tienen marcas en sus paredes que permitieron observar el acercamiento del sol a su posición en el solsticio. Las casas más grandes, de hasta ocho pisos, tenían varios cientos de habitaciones.
Existe la evidencia de que los asentamientos encontrados en el cañón no eran ciudades permanentes, sino que sugieren su pertenencia a un complejo espiritual que se visitaba en ocasiones importantes con fines ceremoniales y rituales. Otro centro vertebrador de la cultura Anasazi es Pueblo Bonito, donde se erigió el edificio más grande, de 800 habitaciones y 25 kivas, lugar de peregrinación y según parece, importantísimo en la vida espiritual de esta cultura. A través de todos estos hallazgos arqueológicos se advierte que fueron un pueblo profundamente conocedor de su entorno; de la observación del cielo y su relación con los ciclos, de los movimientos de las estrellas y del sol, los anasazi solían predecir el ir y venir de las estaciones y de ese modo se ritmaban a la regeneración cíclica de la naturaleza y de sí mismos. Estos antiguos hombres y mujeres se hacían eco del interés que ya tenían sus ancestros sobre los ciclos naturales. Se sentían ligados a la Madre Tierra que habitaban, que consideraban pura energía. Eran conscientes de su íntima conexión con la naturaleza y del origen sagrado del espacio donde se asentaban. Una conciencia de unidad como pueblo en la que el hombre, en todos sus actos cotidianos, era intermediario entre lo de arriba y lo de abajo reconociendo un orden que está más allá de él.
En los petroglifos y pictografías que se conservan, aun hoy, grabados en las paredes de los cañones o pintados en la roca, están representados algunos ritos y ceremonias relacionados con la lluvia, las cosechas y las cacerías. Así también, existen representaciones de sí mismos, de animales y de elementos que reflejan el paso de la vida.
En todos estos símbolos, además de en los geométricos, se revela el estrecho vínculo espiritual entre los hombres, animales, plantas y la tierra, lo cual no es de extrañar, pues de forma unánime en las culturas tradicionales, todos los seres vivos reflejan facetas del Gran Espíritu, siendo el hombre el recipiendario de todos los aspectos de Él, puesto que, gracias a su Intelecto, tiene la capacidad potencial de vivenciar la unidad del Ser. De ahí que los descendientes de los anasazi todavía afirman:
Aunque desconocemos el relato cosmogónico de este pueblo, sí reconocemos el legado cultural y artístico de los pueblos que le sucedieron. De acuerdo a la información de los lugares que se conservan, se advierte que hacían uso de altares y que adoraban al dios Kokopelli y a los kachinas, consideradas espíritus invisibles, deidades intermediarias.5 Esa vivencia o conciencia de lo sagrado giraba en torno a unos ritos que estaban sincronizados con los ciclos de la tierra y de las estaciones. Así la palabra itiwana se empleaba para designar el solsticio y significa “mitad” o “centro”. El mismo vocablo servía para denominar sus casas que tenían un sentido sagrado, simbolizando el “centro del mundo”. Cada una de esas viviendas representaba para sus habitantes el centro del universo.
Una de las expresiones de esta idea de centro es la de la forma circular, tan presente en muchos de sus petroglifos y también en el fuego central de sus hogares. El círculo, en sí mismo, representa la naturaleza cíclica de la creación que contiene todos los elementos y los eventos que acontecen según las leyes naturales inmutables. Y todo ello gracias a que hay un punto fijo en el centro, que es origen y destino de toda la manifestación simbolizada por la periferia. Por eso, ya en nuestros días, el jefe de los sioux oglala Alce Negro dijo:
También las asambleas se celebraban en kivas circulares, templos subterráneos donde los hombres se tuteaban con los dioses y donde se realizaban los ritos iniciáticos. Estaban excavados en la tierra y cubiertos de un techo abovedado, con la entrada situada a nivel del suelo, y se descendía hasta el nivel inferior –símbolo del inframundo–, mediante un agujero practicado en el suelo, siendo su salida la misma que la entrada. Las más grandes podían llegar a tener un diámetro de unos 18 metros y estaban subdividas en partes según los puntos cardinales. En el centro se encendía una hoguera donde se imploraba a los dioses la purificación, invocando a los espíritus a fin de renacer a los estados superiores.
En estas cámaras ceremoniales se practicaban plegarias, cultos, invocaciones, danzas y canciones sagradas y se pedía la protección del Gran Espíritu para la comunidad. Durante sus ritos iniciáticos, se recurría a aliados o entidades mediadoras de la influencia espiritual para alcanzar y vivenciar estados superiores de la conciencia, por ejemplo, a través de plantas sagradas, como el peyote transformado en mescalina. Una de estas kivas se conoce con el nombre de la “Casa de la Rinconada”, y se encuentra todavía hoy en día bien conservada. En ella se puede observar el inicio del solsticio de verano a través de un rayo de sol que ingresa, el 21 de junio, en el interior de la estructura por una ventana. Este rayo se refleja en la pared de enfrente e ilumina el interior del espacio.
Del mismo modo se han evidenciado restos arqueológicos de sacrificios de humanos y animales, báculos de oración, altares y otros enseres que dan muestra de que los anasazi buscaban constantemente la realización espiritual y la consecución del estado de unidad.
Todo esto nos hace ver que, en todos los tiempos, los transmisores de la Tradición Unánime han reconocido unos principios inmutables emanados de una identidad única y esencial, que es arquetípica y que existirá de forma imperecedera en todo tiempo y espacio. Y es desde ese recuerdo de las verdades eternas que es posible comprender las circunstancias históricas y geográficas de una determinada cultura. Por ello, desde el centro, desde el corazón de este pueblo fuerte y aguerrido, se prendió para siempre el fuego sagrado capaz de hacer llegar sus influjos hasta nuestros días. |
NOTAS | |
1 | Federico González y col., Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha, acápite “Historia Sagrada”. Revista SYMBOLOS nº 25-26, Barcelona, 2003. |
2 | Federico González y col., Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha, acápite “El fin de los tiempos”. Ibid. |
3 | Joseph Epes Brown, La pipa sagrada. Biblioteca de Estudios Tradicionales nº 3, Ed.Taurus, Madrid, 1980. |
4 | Ibid. |
5 | Ver en esta misma actualización las notas de Ana Contreras tituladas Cosmogonía Hopi y Origen y función de los Kachinas. |
6 | John G. Neihardt, Alce Negro habla. Ed. José de Olañeta, Palma de Mallorca, 2010. |
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