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EL DIÁLOGO EN LA LITERATURA SAGRADA MIREIA VALLS |
Con demasiada frecuencia advertimos que la capacidad de dialogar brilla por su ausencia; no hay un verdadero intercambio de conocimientos, cada quien está encerrado en su pequeño mundo, cada vez más pequeño, y las naderías que ocupan su mente las suelta al primero con el que se cruza en el camino sin esperar respuesta. Por otra parte, el oyente acostumbra a parecer sordo, ensimismado como está igualmente en sus propias cosas. Enormes muros invisibles nos encapsulan en parcelas aisladas; es la paradoja de un mundo aparentemente más interrelacionado que nunca cuando en realidad vivimos desconectados, no ya de los otros, sino de nuestra esencia más íntima. Se ha perdido el sentido del diálogo, o sea, de ese prodigio a través del cual el Verbo o logos ilumina una idea, o un conjunto de ellas en nuestra conciencia y las podemos de este modo compartir con los que están vibrando en la misma frecuencia de onda. Porque ésta es otra; hoy en día es muy habitual que al intentar transmitir pensamientos —saberes tradicionales— el que los recibe entiende otra cosa, y, o bien ya no atiende y los ningunea, niega e ignora, o bien los disminuye a su nivel de comprensión, desvirtuándolos.
Es difícil entenderse si no hay un lenguaje común entre los que conversan. Además, ese lenguaje que abre espacios de diálogo necesita ser aprendido. En realidad todo lo hemos tenido que aprender, y para pensar y luego dialogar acerca de los pensamientos, también necesitamos de una enseñanza. Para el ser humano de espíritu tradicional ese lenguaje es el del símbolo, también el que se emplea en la transmisión del mito, el lenguaje que va a la raíz de lo que las palabras significan, ése es el que tiene el poder de revelar los niveles de profundidad contenidos en una misma palabra, capaces, a su vez, de tejer relaciones de analogía entre diferentes planos de la existencia; ése es el lenguaje que pone en relación lo nombrado con su esencia.
No es una alegoría lo enunciado por muchas tradiciones, que todo ha sido creado por la palabra, por el Verbo de naturaleza divina que al nombrar alumbra al universo entero. Gran misterio en el que jamás acreditaremos si no nos atrevemos a penetrar las profundidades de lo nombrado. Después de haber aprendido a hablar, a escribir, a leer, a enunciar, a componer un discurso, a dar forma al pensamiento con las herramientas ofrecidas por las artes liberales del trivium, llega el momento de dar un salto. Adquiridas las destrezas, toca conquistar el núcleo.
¿Por dónde comenzar esta indagación de lo que puede ser conocido? Hacerlo solos, de por libre, es casi imposible. Necesitamos de un mediador —como por otra parte siempre ha sido— pero no cualquiera que se las dé de sabio en esto o aquello y en todo lo demás. Nos referimos a un auténtico transmisor de la Ciencia Sagrada. ¡Fuera, pues, los charlatanes y embaucadores, los simuladores y los fraudulentos que abundan más que nunca en pseudo-escuelas y grupúsculos, y en plataformas, redes o foros telemáticos! ¡Y fuera también los soberbios de boca rebosante de conceptos e ideas que se creen el summum del saber y los depositarios únicos de conocimientos que poco o nada han encarnado y consideran como de su propiedad!
Es al intermediario no humano, suprahumano, al único que buscaremos, nos acercaremos, interrogaremos y escucharemos. Y siendo integrantes de la Tradición Hermética, acudimos a sus textos, comenzando por ese diálogo entre quién de veras desea aprender y el maestro divino que lo instruye.
La literatura sagrada está trufada de obras escritas por iniciados que hacen uso del diálogo como forma de enseñanza. Diálogos imaginados (o vividos interiormente y luego vertidos en sus obras) entre un ser humano y una entidad suprahumana —ya sea la Sabiduría, la Inteligencia, el Intelecto, la Filosofía o el Amor, etc.— que va transmitiendo pacientemente las artes y las ciencias, soportes de la cosmogonía, a quienes ansían conocerlas. Éste es el caso que acabamos de citar, donde el Noûs o Intelecto divino se revela directamente al alma receptiva. Pero esa influencia también se vehicula a través de seres humanos que la reciben y la aceptan y devienen entonces los depositarios de ese saber divino que comparten sin reservas con aquéllos con los que mantienen vínculos espirituales. Mencionaremos el ejemplo, entre muchos otros, de Cristina de Pizán cuando sigue a la sibila de Cumas en el libro que aquélla escribiera, El Camino del Largo Estudio. En sueños, la joven escritora recibe la visita de la sibila que la conducirá en un viaje celeste donde le irá revelando el orden cósmico a través de la conversación que ambas mantienen. He aquí una pequeña muestra:
Sócrates no se las daba de sabio. Indagaba conjuntamente con los que se planteaban interrogantes y se sentaban a su lado para conversar. Él iba tirando del hilo, se formulaba preguntas a sí mismo y a sus contertulios y de este modo se reconstruía un discurso fruto de la meditación, la experiencia y el trazado de analogías acordes con las verdades eternas inamovibles. Los arquetipos nunca se ponían en duda, no por una fe ciega, sino por la certeza de su carácter eterno reconocida en el corazón. Lo que sí está sujeto al cambio, a la movilidad y la recreación son las formas de acceder a esos arquetipos. De ahí las indefinidas posibilidades de hilar discursos para inteligir ese mundo de las ideas y de sus principios, partiendo de ejemplos concretos que se van elevando de lo particular a lo general para remontarse luego a lo universal y finalmente al principio uno y único.
Hoy los sabios escasean, y otro tanto puede decirse de los poetas, los magos, los filósofos y los artistas tocados por el rayo del intelecto. Hoy la humanidad es una masa amorfa y desmemoriada a un paso de entregar su alma al Adversario, dispuesto a borrar cualquier traza del Espíritu, cosa imposible, aunque lo intente con ahinco. Pero unos pocos todavía acudimos a los libros sagrados, a esa literatura rebosante de generosidad escrita por inspirados donde refulge la Verdad, el Bien y la Belleza. Una literatura que enseña a pensar, que devuelve la memoria de conocimientos olvidados por el alma, pero que al estar inscritos en su estructura, es posible evocarlos de nuevo mediante al arte de la mayéutica.
Gracias a autores como Giordano Bruno, M. H. Luzzatto, Platón, León Hebreo, Margarita Porete, Federico González, Marsilio Ficino, Cristina de Pizán, Boecio, Shakespeare… y un larguísimo etc. que escribieron sus obras en forma de diálogos, damos con esas preguntas que nosotros mismos nos formulamos, así como con las respuestas. Esta es la grandeza y riqueza del diálogo cuando actúa de partera.8
O sea que todo en el diálogo gira en torno a un tema, pero no sólo da vueltas sobre la periferia del mismo, sino que tiende a converger hacia el centro, hacia el origen del que parten todas las ideas y al que indefectiblemente han de volver. Las revoluciones por la llanta resultan sumamente superficiales, aburridas y repetitivas; rollos que se reiteran obsesiva y compulsivamente sin llegar a aportarnos nada en profundidad. El verdadero diálogo está signado por el doble gesto de la expansión y la contracción. El símbolo de la rueda es el más gráfico para explicarlo de una vez: podemos partir desde cualquier punto de la circunferencia e ir penetrando en la idea a medida que se dialoga, como hace el radio en su viaje hacia el centro, profundizando y a la vez simplificando, pues cuanto más cerca del punto central, más sintético es el pensamiento, hasta su total absorción en el Uno simplicísimo. O bien a la inversa, partiendo del Uno central e inmóvil que contiene en sí todas las posibilidades de ser, ir desplegando las ideas hasta sus últimas consecuencias formales y concretas expresadas por los indefinidos puntos de la rueda. Se atraviesan, pues, de ida y vuelta, toda una sucesión de círculos concéntricos, cada uno de los cuales puede ser recorrido a su vez por su periferia, pero siempre con la intención de saltar de éste a otro más interno o externo, tejiendo de esta manera las múltiples analogías que los vinculan a través del radio, símbolo del intelecto que une el Principio con todas sus expresiones manifestadas, visibles e invisibles. Por eso la enseñanza tradicional —y el diálogo así entendido— no es sinónimo de antigualla ni de conocimientos trasnochados o caducos que han sido superados por los “saberes” actuales, todos ellos relativos, fragmentados, materiales y múltiples por estar desligados de los principios universales y girar únicamente alrededor de una perspectiva individual, donde lo que prima es la opinión y la suposición. Los diálogos de estos “modernos” aparecen trufados de dudas, o de afirmaciones taxativas sustentadas en el parecer propio, derivando las más de las veces en imposiciones, reproches, griteríos y hasta insultos. Otra cosa más peligrosa son los “tradicionalistas”, los que raptando y profitando de ciertos saberes tradicionales los hacen rígidos, dogmáticos, los confunden y rebajan al nivel exotérico, los encapsulan y los pervierten. Son los sopladores de siempre, los falsos sabios, los falsos alquimistas, unos farsantes de rostros espantosos que engañan y arrastran a los ciegos y sordos que los siguen, alimentando sus paranoias y desequilibrios con pretenciosas conversaciones o diálogos que no son más que repugnantes verborreas de lo más nocivo para el alma. Por contra, el ser humano de espíritu tradicional vive en el ahora, en el presente, todo es novedad permanente para él, nuevos enigmas a descifrar, señales significativas, mensajes encriptados que necesita penetrar porque sabe que conocer es identificarse con la cosa conocida, y eso es ser. Reconoce y acepta que hay unas leyes inmutables y eternas, pero sus aplicaciones son indefinidas, irrepetibles, por eso su existencia se desenvuelve en un asombro permanente; todo, absolutamente todo, le resulta una aventura con la llegada del nuevo amanecer y presiente que un misterio siempre inmanente y a la vez trascendente impregna el dodecaedro universal. Viaja con el pensamiento de la periferia al centro y viceversa advirtiendo la magia que todo lo religa.
Los invitados a estas conversaciones gozan con lo que escuchan y aprenden; se alimentan de la palabra fecunda recibida en la copa del corazón y su alma es cautivada por el discurso. Es imprescindible comenzar por cultivar la escucha, esa actitud receptiva que predispone a la asimilación, ese gesto de reconocer que no se sabe nada y por el que se recupera la virginidad y la pureza. Cuando hay mucho ruido (en el interior de uno mismo) es casi imposible oír los ritmos misteriosos tejidos en la estructura sutil del alma. Y por ruidos entendemos aquellos diálogos internos que alimentamos constantemente y que nunca se detienen, saltando como un mono de una cosita a otra y creando una tupida malla, mejor diríamos, muro, que impide advertir la suave melodía inscrita en otras estancias del jardín del ánima. De ahí que un sabio como Sócrates, sabiendo que al nacer al estado humano ya llevamos inscrita esa partitura divina en el alma, usara el diálogo como método de extracción de todo lo que sabemos desde siempre pero hemos olvidado. En la conversación entre Sócrates y su amigo Menón que Platón fijó en un escrito, podemos seguir las pistas para despertar esa anamnesis. Se plantea un enigma geométrico a un esclavo nacido en la casa de Menón que nunca ha recibido instrucción, revelándose que el muchacho es capaz de resolverlo con las simples preguntas que le va formulando Sócrates. Y eso podría transponerse a cualquier otro saber.
Aunque a veces los discursos no se expresan siguiendo una lógica aparente, como es el caso del que acabamos de citar. Si bien seguir un orden ayuda a implementarlo en nuestro interior, en otros momentos se necesita que el diálogo sacuda y rompa los rígidos esquemas en los que estamos encasillados.
Y no se entienda mal, no es plan de azuzar para descender a un plano irracional, inferior, y permanecer anclado en él sin salida posible, sino más bien todo lo contrario: hallar el filón por el que colarse a unas concepciones más universales, de eso se trata, aunque ello implique poner patas arriba los formalismos, las moralinas y los sentimentalismos que impiden el vuelo del alma.
La palabra es poderosa. Hiere, mata, allana el camino, catapulta, proyecta, selecciona, compone, articula, construye, etc., acciones todas ellas relacionadas directamente con la Inteligencia. Aún no nos hemos fijado en la etimología de “diálogo”, compuesta de dos partículas: dia=a través; logos=palabra, esta última ligada a leg=escoger, recoger (partícula que conforma igualmente la palabra inteligencia). He aquí la presencia de esta emanación divina, la Inteligencia, en la estructura interna de la palabra diálogo, que no es como se cree a primera vista una conversación entre dos personas, sino “escoger a través de la palabra”, lo cual puede acontecer tanto en el diálogo con uno mismo como en el mantenido entre dos, tres o más contertulios. Es algo prodigioso que a través de la palabra se revele la Inteligencia y el orden del cosmos que ella compone y articula en ritmos y proporciones que se repiten a nivel micro y macrocósmico. Ésta es la gran sinfonía que puede ser inteligida, leída desde adentro, si logramos penetrar en el abismo de cada palabra y dejamos que los cielos se abran en ella. También, a través de la palabra, o sea del diálogo, se nos reconduce en los momentos que por mil causas nos desviamos, o nos perdemos por falta de ánimo, por pereza, por miedo, por las dudas que nos asaltan, por despiste o por simple estupidez y tontera, facilitándonos el camino de regreso a la fuente de la Vida; aunque paradójicamente ese retorno comience con un bastonazo que se irá repitiendo cíclicamente porque es grande nuestra testarudez, sordera y rigidez mental. Nos resulta mucho más cómodo quedarnos con lo conocido, con lo que ya creemos ser, que aventurarnos a la conquista de fronteras indómitas.
Hay una generosidad sin fin en esa diosa iluminadora, la Inteligencia, pues ella misma es Luz y Vida. Madre y nodriza, ¿con qué palabras se te podrá cantar siendo tú el canto que abarca todo lo nombrable? Pues con todas, ciertamente, si se nos abren sus secretos y nos dejamos guiar por sus destellos, puliendo con su cincel y martillo todas las asperezas. Tal vez con la paleta y la argamasa cohesionaremos las piedras dispersas elegidas para levantar una fortaleza inexpugnable que te sirva de escudo y de cobijo. Y tú en el centro, inviolable, inalterable, siempre dispuesta a gestar los gérmenes de una nueva creación en el alma del mundo y de cada ser en particular para decirle: —¡Eh, despierta!, a redoblar, no desfallezcas, ¿recuerdas quién soy yo y quién eres tú?
Antes se nos ha advertido que debemos velar constantemente para no ser devorados por el letargo colectivo ni caer en su mortal trampa. Y es que a través del diálogo se puede sembrar no sólo el camino de la liberación, sino igualmente el de la perdición. La palabra tiene también el poder de inocular el germen de la discordia, de la elucubración, el engaño, la persuasión tenebrosa, la manipulación y la deriva en todos los sentidos. Sofistas, antitradicionales y contratradicionales fomentan a través de sus discursos el odio, la venganza, la envidia, la mentira, la suplantación, la subversión y todo lo peor que uno pueda imaginar, llevándolos a unos extremos altamente denigrantes y disolutivos. Valga como muestra este diálogo escrito por Shakespeare en su tremenda tragedia Macbeth.
Dejemos que los muertos entierren a sus muertos, o que los monstruos se revuelquen en su odio y devoren entre sí, y huyamos de cualquier complicidad con estas energías funestas y destructivas. Apostemos siempre por el diálogo entre los amigos amantes del conocimiento y compartámoslo en el cenáculo cerrado a cal y canto ante el acecho de cualquier canto de sirena que intente colarse sin éxito en este ámbito, pues por su naturaleza jamás podrá dar cabida esas energías inferiores.
Una peculiaridad de estos diálogos es que incluyen simultáneamente varios niveles de lectura, en correspondencia con los planos o mundos de la realidad. Tú puedes comprender una cosa, y el que está a tu lado igual pero al mismo tiempo otras, por lo que el discurso constituye una auténtica caja de resonancia cósmica. La sutiles vibraciones emanadas del origen van componiendo una majestuosa sinfonía en la que cada quien oye éste o aquél instrumento o todos a la vez fundidos pero no confundidos.
Mientras estás vivo se abren interrogantes. Todo el secreto radica en formular la pregunta. Esa pregunta que desencadena el diálogo interno, el verdadero diálogo de cada quien consigo mismo, del que el mantenido con el “otro” no es más que un símbolo del primero. Con demasiada asiduidad esas conversaciones resultan bien cansinas: las pequeñeces y bucles cotidianos, que con los años se apolillan o petrifican. Pero no siempre es así. La palabra desenvaina su espada y rasga la monotonía y la obsesión. Entonces, basta con dejarse fluir por las alturas o profundidades a las que ella te conduce. Ya hemos visto que “…al abrir un libro inspirado se abre también su templo, o mansión”.19 Pero además, no todos los libros están escritos con palabras derivadas de un alfabeto fonético, sino que éstas se hallan implícitas en imágenes y símbolos iconográficos, como es el caso del Tarot, o el del Mutus Liber, entre muchas otras recopilaciones iconográficas capaces de despertar ese diálogo interno significativo iluminado de nuevo por la Inteligencia. Acojamos con confianza todos estos soportes, para así, “eligiendo a través de la palabra” arribar a la orilla del Océano del Silencio. |
| NOTAS | |
| 1 | Federico González. En el vientre de la ballena. Textos alquímicos. Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2024. Ver online: Libro. |
| 2 | Martin Buber, citado en Entre el No Ser y el Ser. Antología para hamacados. Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2017. |
| 3 | M. H. Luzzatto. El filósofo y el cabalista. Ed. Indigo, Barcelona, 1998. |
| 4 | Martin Buber. Cuentos Hasídicos. Los primeros maestros. Paidós Orientalia, Barcelona, 1993. |
| 5 | Poimandrés I, traducido en Federico González. Hermetismo y Masonería. Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2016. |
| 6 | Cristina de Pizán. Le Chémin de Longue Étude. Librairie Générale Française. Lettres Gothiques, París, 2000. |
| 7 | Platón. Diálogos, “Crátilo” y otros. Ed. Gredos, Madrid, 2010. |
| 8 | Giordano Bruno. Expulsión de la bestia triunfante. De los heroicos furores. Ediciones Siruela, Madrid, 2011. |
| 9 | Ernesto Fernando Iancilevich. “La época del final de un ciclo”, publicado en la web “Ante el fin de los tiempos”. |
| 10 | Federico González. Noche de Brujas. Ed. SYMBOLOS, Barcelona, 2007. |
| 11 | Platón. Diálogos, “Menón” y otros. Ed. Gredos, Madrid, 2010. |
| 12 | D. T. Suzuki. Vivir el Zen. Kairós, Barcelona, 2000. |
| 13 | Federico González Frías. Tres Teatro Tres. “Lunas Indefinidas”. Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2011. |
| 14 | D. T. Suzuki. Vivir el Zen. Kairós, Barcelona, 2000. |
| 15 | Boecio. La consolación de la filosofía. Alianza Editorial, Madrid, 1999. |
| 16 | W. Shakespeare. Macbeth. Planeta de Agostini, Barcelona, 2000. |
| 17 | Federico González Frías. Tres Teatro Tres. “En el tren”. Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2011. |
| 18 | Federico González Frías. Rapsodia. Obra en tres cuadros. Ed. SYMBOLOS, Barcelona, 2015. |
| 19 | Federico González y cols. Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha. “Musas”. Ver online: Programa Agartha. |
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