SYMBOLOS

Revista internacional de
Arte - Cultura - Gnosis

EL DIÁLOGO EN LA LITERATURA SAGRADA

MIREIA VALLS

Con demasiada frecuencia advertimos que la capacidad de dialogar brilla por su ausencia; no hay un verdadero intercambio de conocimientos, cada quien está encerrado en su pequeño mundo, cada vez más pequeño, y las naderías que ocupan su mente las suelta al primero con el que se cruza en el camino sin esperar respuesta. Por otra parte, el oyente acostumbra a parecer sordo, ensimismado como está igualmente en sus propias cosas. Enormes muros invisibles nos encapsulan en parcelas aisladas; es la paradoja de un mundo aparentemente más interrelacionado que nunca cuando en realidad vivimos desconectados, no ya de los otros, sino de nuestra esencia más íntima. Se ha perdido el sentido del diálogo, o sea, de ese prodigio a través del cual el Verbo o logos ilumina una idea, o un conjunto de ellas en nuestra conciencia y las podemos de este modo compartir con los que están vibrando en la misma frecuencia de onda. Porque ésta es otra; hoy en día es muy habitual que al intentar transmitir pensamientos —saberes tradicionales— el que los recibe entiende otra cosa, y, o bien ya no atiende y los ningunea, niega e ignora, o bien los disminuye a su nivel de comprensión, desvirtuándolos.

Con las mismas palabras se pueden enunciar conceptos diametralmente opuestos y siempre se supondrá que se sabe lo que el otro siente, piensa, conoce.1

Es difícil entenderse si no hay un lenguaje común entre los que conversan. Además, ese lenguaje que abre espacios de diálogo necesita ser aprendido. En realidad todo lo hemos tenido que aprender, y para pensar y luego dialogar acerca de los pensamientos, también necesitamos de una enseñanza. Para el ser humano de espíritu tradicional ese lenguaje es el del símbolo, también el que se emplea en la transmisión del mito, el lenguaje que va a la raíz de lo que las palabras significan, ése es el que tiene el poder de revelar los niveles de profundidad contenidos en una misma palabra, capaces, a su vez, de tejer relaciones de analogía entre diferentes planos de la existencia; ése es el lenguaje que pone en relación lo nombrado con su esencia.

La palabra es un abismo recorrido por la persona que habla. Uno debería pronunciar las palabras como si los cielos se abrieran en ellas. Y no como si uno retuviera la palabra en su boca sino más bien como si entrara en ella.2

No es una alegoría lo enunciado por muchas tradiciones, que todo ha sido creado por la palabra, por el Verbo de naturaleza divina que al nombrar alumbra al universo entero. Gran misterio en el que jamás acreditaremos si no nos atrevemos a penetrar las profundidades de lo nombrado. Después de haber aprendido a hablar, a escribir, a leer, a enunciar, a componer un discurso, a dar forma al pensamiento con las herramientas ofrecidas por las artes liberales del trivium, llega el momento de dar un salto. Adquiridas las destrezas, toca conquistar el núcleo.

Cabalista. —Sin duda alguna, sólo el conocimiento de los nombres de las sefirot y de sus rostros, sin considerar su naturaleza y su razón de ser, no es un verdadero conocimiento, pues, ¿de qué sirve saber que hay muchos tipos de luces en lo alto encargadas de dirigir el mundo si se ignora cuál es el gobierno del mundo destinado a las criaturas que son gobernadas por ellas? ¿Qué sabemos de la profundidad de la Ciencia y de su sentido último? Sólo podremos llamar Ciencia a aquello que sea capaz de hacernos alcanzar el verdadero sentido íntimo de su intención, bendito sea, en lo que a la Creación del mundo se refiere y en cuanto a su gobierno, hasta darnos a entender con exactitud que todas las cosas que han existido han sido hechas con buen sentido y con sabiduría, y que se han originado desde lo más profundo de un pensamiento maravilloso que ha sabido causarlas de una manera tan elevada, permitiendo la producción de todos los efectos con el fin de que todo sea bello y armónico. Y si la esencia de la dirección del mundo se encuentra en las sefirot y en todas sus reglas, cuando hablemos de las sefirot y de aquello que contienen no será conveniente decir que se están contando cosas que guardan cierto parecido con las palabras del libro sellado, sino que deberemos decir que estamos hablando de una gran Ciencia, de aquélla que revela Su elevado gobierno, bendito sea Su nombre, hasta donde nos es posible comprenderla y conocerla.
Filósofo. —Sobre todo esto no hay ninguna duda. Antes no era capaz de sostener lo que yo había oído sobre esta Ciencia, pues me parecían cosas vanas e insustanciales, carentes de cualquier rastro de lo que puede ser llamado ciencia. Pero ahora puedo afirmar que se trata de una Ciencia maravillosa y digna de que todo hombre sabio se ocupe únicamente de ella abandonando todas las demás ciencias, las cuales sólo se encuentran en el mundo en función de esta Ciencia grande y santa, ante la que ellas son nada.3

¿Por dónde comenzar esta indagación de lo que puede ser conocido? Hacerlo solos, de por libre, es casi imposible. Necesitamos de un mediador —como por otra parte siempre ha sido— pero no cualquiera que se las dé de sabio en esto o aquello y en todo lo demás. Nos referimos a un auténtico transmisor de la Ciencia Sagrada. ¡Fuera, pues, los charlatanes y embaucadores, los simuladores y los fraudulentos que abundan más que nunca en pseudo-escuelas y grupúsculos, y en plataformas, redes o foros telemáticos! ¡Y fuera también los soberbios de boca rebosante de conceptos e ideas que se creen el summum del saber y los depositarios únicos de conocimientos que poco o nada han encarnado y consideran como de su propiedad!

El Baal Shem recibió [al sagaz erudito Rabí Ber] en su cámara. “¿Eres versado en la Cábala?”, le preguntó. El maguid dijo que lo era. “Toma este libro que se llama el Árbol de la Vida. Ábrelo y lee”. El maguid leyó. “¡Ahora piensa!” Él pensó. “¡Explica!” Y explicó el pasaje que trata la naturaleza de los ángeles. “No tienes verdadero conocimiento” —dijo el Baal Shem. “¡Levántate!” El maguid se puso de pie y el Baal Shem se paró ante él y recitó el pasaje. Entonces, frente a los ojos de Rabí Ber, el cuarto se envolvió en llamas y a través del fuego él oyó el rumor de los ángeles hasta que sus sentidos lo abandonaron. Cuando despertó, el cuarto estaba tal como lo viera al entrar. El Baal Shem, parado a su lado, dijo: “Tú explicas correctamente pero no tienes verdadero conocimiento, porque no hay alma en lo que sabes”.4

Es al intermediario no humano, suprahumano, al único que buscaremos, nos acercaremos, interrogaremos y escucharemos. Y siendo integrantes de la Tradición Hermética, acudimos a sus textos, comenzando por ese diálogo entre quién de veras desea aprender y el maestro divino que lo instruye.

1. Un día que había comenzado a meditar sobre los seres, y que mi pensamiento volaba en las alturas mientras mis sentidos corporales estaban atados como les ocurre a aquellos a los que vence un pesado sueño traído por exceso de alimento o por una gran fatiga del cuerpo, me pareció que ante mí se aparecía un ser inmenso, más allá de cualquier medida definible que, llamándome por mi nombre, me dijo: —¿Qué es lo que quieres oír y ver, y aprender y conocer por el entendimiento?
2. ¿Quién eres?, le pregunté. —Yo soy Poimandrés, respondió, el Noûs de la Soberaneidad Absoluta. Sé lo que quieres y estoy contigo dondequiera. Y yo dije: —Quiero ser instruido sobre los seres, comprender su naturaleza, conocer a Dios. ¡Cómo deseo saber!, dije. A su vez, me respondió: —Guarda bien en tu mente todo lo que quieres aprender y yo te enseñaré.5

La literatura sagrada está trufada de obras escritas por iniciados que hacen uso del diálogo como forma de enseñanza. Diálogos imaginados (o vividos interiormente y luego vertidos en sus obras) entre un ser humano y una entidad suprahumana —ya sea la Sabiduría, la Inteligencia, el Intelecto, la Filosofía o el Amor, etc.— que va transmitiendo pacientemente las artes y las ciencias, soportes de la cosmogonía, a quienes ansían conocerlas. Éste es el caso que acabamos de citar, donde el Noûs o Intelecto divino se revela directamente al alma receptiva. Pero esa influencia también se vehicula a través de seres humanos que la reciben y la aceptan y devienen entonces los depositarios de ese saber divino que comparten sin reservas con aquéllos con los que mantienen vínculos espirituales. Mencionaremos el ejemplo, entre muchos otros, de Cristina de Pizán cuando sigue a la sibila de Cumas en el libro que aquélla escribiera, El Camino del Largo Estudio. En sueños, la joven escritora recibe la visita de la sibila que la conducirá en un viaje celeste donde le irá revelando el orden cósmico a través de la conversación que ambas mantienen. He aquí una pequeña muestra:

Cristina. —¡Ah mi muy querida y distinguida amiga de sabiduría, del colegio del gran saber de las mujeres que profetizaron por la gracia divina y que, en tanto que depositarias de los secretos de Dios, hicieron conocer los misterios! (…) Quiero seguiros, sea cual sea la vía, pues sé con certeza (¡Dios me asista!) que vos no me conduciríais más que a un lugar benéfico y que me plazca. Soy pues vuestra humilde camarera. ¡Id adelante! ¡Yo iré detrás! ¡Es preciso que me levante con apresto!
(…)
Sibila de Cumas. —Ahora te he enseñado toda la verdad de este buen lugar y de la ubicación de la Fuente de la ciencia, donde uno aprende astrología, y donde la filosofía tiene sus cuarteles; allí residía antaño Palas, y creo en efecto que allí está todavía ya que permanece inmutable a través del tiempo. Este lugar contiene igualmente toda la ciencia que los sabios siembran por el mundo. En tu vida entera, no podría decirte todas las grandes virtudes del camino en que nos encontramos; pero te diré su nombre: has de saber que se llama “Largo Estudio”. Ningún grosero entra, ni ningún villano lo puede franquear; que sepas que lo amo por estas razones. Está reservado a los corazones nobles, y fue concebido por los espíritus sutiles.6

Sócrates no se las daba de sabio. Indagaba conjuntamente con los que se planteaban interrogantes y se sentaban a su lado para conversar. Él iba tirando del hilo, se formulaba preguntas a sí mismo y a sus contertulios y de este modo se reconstruía un discurso fruto de la meditación, la experiencia y el trazado de analogías acordes con las verdades eternas inamovibles. Los arquetipos nunca se ponían en duda, no por una fe ciega, sino por la certeza de su carácter eterno reconocida en el corazón. Lo que sí está sujeto al cambio, a la movilidad y la recreación son las formas de acceder a esos arquetipos. De ahí las indefinidas posibilidades de hilar discursos para inteligir ese mundo de las ideas y de sus principios, partiendo de ejemplos concretos que se van elevando de lo particular a lo general para remontarse luego a lo universal y finalmente al principio uno y único.

Sóc. —Puede entonces, Hermógenes, que no sea banal, como tú crees, la imposición de nombres, ni obra de hombres vulgares o de cualesquiera hombres. Conque Crátilo tiene razón cuando afirma que las cosas tienen el nombre por naturaleza y que el artesano de los nombres no es cualquiera, sino sólo aquél que se fija en el nombre que cada cosa tiene por naturaleza y es capaz de aplicar su forma tanto a las letras como a las sílabas.
Herm. —No sé, Sócrates, cómo habré de oponerme a lo que dices. Con todo, quizá no sea fácil dejarse convencer tan de repente. Creo que me convencerías mejor si me mostraras cuál es la exactitud natural del nombre que tú sostienes.
Sóc. –Yo, por mi parte, mi feliz Hermógenes, no sostengo ninguna. Sin duda has olvidado lo que te dije poco antes, que no sabía pero lo indagaría contigo. Y ahora, de nuestra indagación, la tuya y la mía, resulta ya claro, contra nuestra primera idea, por lo menos esto: que el nombre tiene por naturaleza una cierta exactitud y que no es obra de cualquier hombre el saber imponerlo bien a cualquier cosa. ¿No es así?
Herm. —Desde luego.7

Hoy los sabios escasean, y otro tanto puede decirse de los poetas, los magos, los filósofos y los artistas tocados por el rayo del intelecto. Hoy la humanidad es una masa amorfa y desmemoriada a un paso de entregar su alma al Adversario, dispuesto a borrar cualquier traza del Espíritu, cosa imposible, aunque lo intente con ahinco. Pero unos pocos todavía acudimos a los libros sagrados, a esa literatura rebosante de generosidad escrita por inspirados donde refulge la Verdad, el Bien y la Belleza. Una literatura que enseña a pensar, que devuelve la memoria de conocimientos olvidados por el alma, pero que al estar inscritos en su estructura, es posible evocarlos de nuevo mediante al arte de la mayéutica.

Cicada. —¿Quién será entonces sabio, si es sabio el que está contento, y también lo es el que está triste?
Tansillo. —Aquel que no está ni contento ni triste.
Cicada. —¿El que está dormido? ¿El que está privado de la sensibilidad? ¿El que está muerto?
Tansillo. —No, sino aquel que está vivo, observa y entiende; el cual, después de considerar el mal y el bien, y de estimar que el uno y el otro son cosas variables y sólo consienten en movimiento y mutación y vicisitudes (de suerte que el fin de un contrario es el principio del otro, y el extremo del primero es el comienzo del segundo), no se afana, ni se hincha de aire, sino que es continente en sus inclinaciones y templado en los deleites; pues para él el placer no es placer, ya que tiene ante sus ojos su acabamiento. Paralelamente, la pena no es pena para él, ya que con el vigor del pensamiento tiene presente su término. De este modo, el sabio considera las cosas mudables como cosas que no son, y afirma que no son más que vanidad y nadería, ya que la proporción que guarda el tiempo con la eternidad es la que hay entre el mero punto y la línea.

Gracias a autores como Giordano Bruno, M. H. Luzzatto, Platón, León Hebreo, Margarita Porete, Federico González, Marsilio Ficino, Cristina de Pizán, Boecio, Shakespeare… y un larguísimo etc. que escribieron sus obras en forma de diálogos, damos con esas preguntas que nosotros mismos nos formulamos, así como con las respuestas. Esta es la grandeza y riqueza del diálogo cuando actúa de partera.8

Conocimiento y comprensión se solicitan mutuamente en la comunicación, cuya excelencia se alcanza en el diálogo, síntesis entre experiencia y expresión, pensamiento y lenguaje, ser y existencia. El diálogo queda definido como relación biunívoca y simétrica, donde hay una autoridad compartida: los participantes con-versan, y la suya es una con-versión de mutua entrega.9

O sea que todo en el diálogo gira en torno a un tema, pero no sólo da vueltas sobre la periferia del mismo, sino que tiende a converger hacia el centro, hacia el origen del que parten todas las ideas y al que indefectiblemente han de volver. Las revoluciones por la llanta resultan sumamente superficiales, aburridas y repetitivas; rollos que se reiteran obsesiva y compulsivamente sin llegar a aportarnos nada en profundidad. El verdadero diálogo está signado por el doble gesto de la expansión y la contracción. El símbolo de la rueda es el más gráfico para explicarlo de una vez: podemos partir desde cualquier punto de la circunferencia e ir penetrando en la idea a medida que se dialoga, como hace el radio en su viaje hacia el centro, profundizando y a la vez simplificando, pues cuanto más cerca del punto central, más sintético es el pensamiento, hasta su total absorción en el Uno simplicísimo. O bien a la inversa, partiendo del Uno central e inmóvil que contiene en sí todas las posibilidades de ser, ir desplegando las ideas hasta sus últimas consecuencias formales y concretas expresadas por los indefinidos puntos de la rueda. Se atraviesan, pues, de ida y vuelta, toda una sucesión de círculos concéntricos, cada uno de los cuales puede ser recorrido a su vez por su periferia, pero siempre con la intención de saltar de éste a otro más interno o externo, tejiendo de esta manera las múltiples analogías que los vinculan a través del radio, símbolo del intelecto que une el Principio con todas sus expresiones manifestadas, visibles e invisibles.

Por eso la enseñanza tradicional —y el diálogo así entendido— no es sinónimo de antigualla ni de conocimientos trasnochados o caducos que han sido superados por los “saberes” actuales, todos ellos relativos, fragmentados, materiales y múltiples por estar desligados de los principios universales y girar únicamente alrededor de una perspectiva individual, donde lo que prima es la opinión y la suposición. Los diálogos de estos “modernos” aparecen trufados de dudas, o de afirmaciones taxativas sustentadas en el parecer propio, derivando las más de las veces en imposiciones, reproches, griteríos y hasta insultos. Otra cosa más peligrosa son los “tradicionalistas”, los que raptando y profitando de ciertos saberes tradicionales los hacen rígidos, dogmáticos, los confunden y rebajan al nivel exotérico, los encapsulan y los pervierten. Son los sopladores de siempre, los falsos sabios, los falsos alquimistas, unos farsantes de rostros espantosos que engañan y arrastran a los ciegos y sordos que los siguen, alimentando sus paranoias y desequilibrios con pretenciosas conversaciones o diálogos que no son más que repugnantes verborreas de lo más nocivo para el alma.

Por contra, el ser humano de espíritu tradicional vive en el ahora, en el presente, todo es novedad permanente para él, nuevos enigmas a descifrar, señales significativas, mensajes encriptados que necesita penetrar porque sabe que conocer es identificarse con la cosa conocida, y eso es ser. Reconoce y acepta que hay unas leyes inmutables y eternas, pero sus aplicaciones son indefinidas, irrepetibles, por eso su existencia se desenvuelve en un asombro permanente; todo, absolutamente todo, le resulta una aventura con la llegada del nuevo amanecer y presiente que un misterio siempre inmanente y a la vez trascendente impregna el dodecaedro universal. Viaja con el pensamiento de la periferia al centro y viceversa advirtiendo la magia que todo lo religa.

Diablo. —Velad, hermanas, velad, ya os lo dije, debéis estar permanentemente alerta, porque sino seréis devoradas por el letargo colectivo. Mirad por vosotras.Ya sabéis lo que son nuestros deleites y os digo que es cien veces mejor aquello que os aguarda (Cambiando de tono y gesto). Y ahora, aprended vuestras recetas y pociones, conoced palmo a palmo el mapa invisible, la geografía del otro mundo, incursionad en la Ciudad Celeste. Ensayad vuestros sortilegios y encantamientos y sobre todo estudiad minuciosamente y sin desmayo los antiguos textos de la ciencia y los símbolos de la naturaleza y los de vuestra propia vida, donde podréis leer como en un libro abierto, si vuestra actitud es la adecuada.
Bruja.(Reflexiva) Sabemos de qué nos hablas.
Bruja.(Enérgica) ¡Porque ardimos en la hoguera de la pasión…!
Bruja.(Más dulce) Para ser templadas por la flama dorada del amor.
Bruja. —Y poder devolver lo rescatado.10

Los invitados a estas conversaciones gozan con lo que escuchan y aprenden; se alimentan de la palabra fecunda recibida en la copa del corazón y su alma es cautivada por el discurso. Es imprescindible comenzar por cultivar la escucha, esa actitud receptiva que predispone a la asimilación, ese gesto de reconocer que no se sabe nada y por el que se recupera la virginidad y la pureza. Cuando hay mucho ruido (en el interior de uno mismo) es casi imposible oír los ritmos misteriosos tejidos en la estructura sutil del alma. Y por ruidos entendemos aquellos diálogos internos que alimentamos constantemente y que nunca se detienen, saltando como un mono de una cosita a otra y creando una tupida malla, mejor diríamos, muro, que impide advertir la suave melodía inscrita en otras estancias del jardín del ánima. De ahí que un sabio como Sócrates, sabiendo que al nacer al estado humano ya llevamos inscrita esa partitura divina en el alma, usara el diálogo como método de extracción de todo lo que sabemos desde siempre pero hemos olvidado. En la conversación entre Sócrates y su amigo Menón que Platón fijó en un escrito, podemos seguir las pistas para despertar esa anamnesis. Se plantea un enigma geométrico a un esclavo nacido en la casa de Menón que nunca ha recibido instrucción, revelándose que el muchacho es capaz de resolverlo con las simples preguntas que le va formulando Sócrates. Y eso podría transponerse a cualquier otro saber.

Sóc. —Entonces, ¿llegará a conocer sin que nadie le enseñe, sino sólo preguntándole, recuperando él mismo de sí mismo el conocimiento?
Men. —Sí.
Sóc. —¿Y este recuperar uno el conocimiento de sí mismo, no es recordar?
Men. —Por supuesto.
Sóc. —El conocimiento que ahora tiene, ¿no es cierto que o lo adquirió, acaso, alguna vez o siempre lo tuvo?
Men. —Sí.
Sóc. —Si, pues, siempre lo tuvo, entonces siempre también ha sido un conocedor; y si, en cambio, lo adquirió alguna vez, no será por cierto en esta vida donde lo ha adquirido. ¿O le ha enseñado alguien geometría? Porque éste se ha de comportar de la misma manera con cualquier geometría y con todas las demás disciplinas. ¿Hay, tal vez, alguien que le ha enseñado todo esto? Tu tendrías, naturalmente, que saberlo, puesto que nació en tu casa y en ella se ha criado.
Men. —Sé muy bien que nadie le ha enseñado nunca.
Sóc. —¿Tiene o no tiene esas opiniones?
Men. —Indudablemente las tiene, Sócrates.
Sóc. —Si no las adquirió en otra vida, ¿no es ya evidente que en algún otro tiempo las tenía y las había aprendido?
Men. —Parece.
Sóc. —¿Y no es ése, tal vez, el tiempo en que él no era todavía un hombre?
Men. —Sí.
Sóc. —Si, pues, en el tiempo en que es hombre, como en el que no lo es, hay en él opiniones verdaderas, que, despertadas mediante la interrogación, se convierten en fragmentos de conocimientos, ¿no habrá estado el alma de él, en el tiempo que siempre dura, en posesión del saber? Es evidente, en efecto, que durante el transcurso del tiempo todo lo es y no lo es un ser humano.
Men. —Parece.
Sóc. —Por tanto, si siempre la verdad de las cosas está en nuestra alma, ella habrá de ser inmortal. De modo que es necesario que lo que ahora no conozcas —es decir, no recuerdes— te pongas valerosamente a buscarlo y recordarlo.11

Aunque a veces los discursos no se expresan siguiendo una lógica aparente, como es el caso del que acabamos de citar. Si bien seguir un orden ayuda a implementarlo en nuestro interior, en otros momentos se necesita que el diálogo sacuda y rompa los rígidos esquemas en los que estamos encasillados.

—¿Qué quiere decir “si persigues la forma pierdes la esencia”?
—¡Ya la has perdido!12

Y no se entienda mal, no es plan de azuzar para descender a un plano irracional, inferior, y permanecer anclado en él sin salida posible, sino más bien todo lo contrario: hallar el filón por el que colarse a unas concepciones más universales, de eso se trata, aunque ello implique poner patas arriba los formalismos, las moralinas y los sentimentalismos que impiden el vuelo del alma.

Poof. —…¿me está usted insultando?
Chuleta. —Sí.
Poof. —¿Cómo se atreve?
Chuleta. —¡Debe morir a todo, a cualquier sentimiento! ¿Creía que esto era el colegio de Harry Potter? ¡Iluso! (Cambiando de tono) Está pensando en un recorrido lineal, en ir adquiriendo conocimientos por su esfuerzo, su comportamiento o su antigüedad, pero nuestro proceso es fundamentalmente revulsivo y de ascenso vertical. Impecable, (con furia) ¡furioso! (Cambiando, apacible) y sin embargo de una gran serenidad.13

La palabra es poderosa. Hiere, mata, allana el camino, catapulta, proyecta, selecciona, compone, articula, construye, etc., acciones todas ellas relacionadas directamente con la Inteligencia. Aún no nos hemos fijado en la etimología de “diálogo”, compuesta de dos partículas: dia=a través; logos=palabra, esta última ligada a leg=escoger, recoger (partícula que conforma igualmente la palabra inteligencia). He aquí la presencia de esta emanación divina, la Inteligencia, en la estructura interna de la palabra diálogo, que no es como se cree a primera vista una conversación entre dos personas, sino “escoger a través de la palabra”, lo cual puede acontecer tanto en el diálogo con uno mismo como en el mantenido entre dos, tres o más contertulios. Es algo prodigioso que a través de la palabra se revele la Inteligencia y el orden del cosmos que ella compone y articula en ritmos y proporciones que se repiten a nivel micro y macrocósmico. Ésta es la gran sinfonía que puede ser inteligida, leída desde adentro, si logramos penetrar en el abismo de cada palabra y dejamos que los cielos se abran en ella.

También, a través de la palabra, o sea del diálogo, se nos reconduce en los momentos que por mil causas nos desviamos, o nos perdemos por falta de ánimo, por pereza, por miedo, por las dudas que nos asaltan, por despiste o por simple estupidez y tontera, facilitándonos el camino de regreso a la fuente de la Vida; aunque paradójicamente ese retorno comience con un bastonazo que se irá repitiendo cíclicamente porque es grande nuestra testarudez, sordera y rigidez mental. Nos resulta mucho más cómodo quedarnos con lo conocido, con lo que ya creemos ser, que aventurarnos a la conquista de fronteras indómitas.

—¿Por medio de qué mente se disciplina el maestro zen en la Vía?
—No tengo mente que utilizar ni tampoco Vía en la que disciplinarme —respondió Daishu.
—Si no hay mente que utilizar ni Vía en la que disciplinarse, ¿cómo es que tiene tantos seguidores devotos dispuestos a estudiar el zen y se disciplinan en la Vía? —inquirió nuevamente Doko.
—Si no poseo siquiera un milímetro de tierra tan pequeño como la punta de un alfiler ¿dónde podría alojar a tantos seguidores? Si no tengo lengua, ¿cómo puedo convencerles para que me sigan? —replicó Daishu.
—¿Cómo puede un maestro Zen mentir de una manera tan descarada?
—¿Cómo podría mentir si carezco de lengua para convencer a nadie? —contestó Daishu.
—Sinceramente, no te entiendo —replicó Doko al maestro.
—Ni yo mismo me entiendo —respondió Daishu.14

Hay una generosidad sin fin en esa diosa iluminadora, la Inteligencia, pues ella misma es Luz y Vida. Madre y nodriza, ¿con qué palabras se te podrá cantar siendo tú el canto que abarca todo lo nombrable? Pues con todas, ciertamente, si se nos abren sus secretos y nos dejamos guiar por sus destellos, puliendo con su cincel y martillo todas las asperezas. Tal vez con la paleta y la argamasa cohesionaremos las piedras dispersas elegidas para levantar una fortaleza inexpugnable que te sirva de escudo y de cobijo. Y tú en el centro, inviolable, inalterable, siempre dispuesta a gestar los gérmenes de una nueva creación en el alma del mundo y de cada ser en particular para decirle: —¡Eh, despierta!, a redoblar, no desfallezcas, ¿recuerdas quién soy yo y quién eres tú?

—¿No eres tú, acaso, el que en otro tiempo te alimentaste a mis pechos y, criado bajo mis solícitos cuidados, llegaste a alcanzar la madurez del varón? Te dimos tales armas que, de no haberlas tú arrojado, te habrían mantenido invicto. ¿No me conoces? ¿Por qué callas? ¿Es el estupor o la vergüenza lo que te hace callar? ¡Ojalá fuera la vergüenza, pero te veo presa del estupor! —Y al verme no sólo callado, sino sin lengua y mudo, extendió suavemente su mano sobre mi pecho—:
—No temas —me dijo— no hay peligro. Sufres un letargo, enfermedad común a todos los desengañados. Te has olvidado por un momento de ti mismo. Pero te acordarás fácilmente, si antes puedes reconocerme. Para que te sea más fácil, correré un poco de tus ojos la nube cegadora de las cosas mundanas que los empañan…
De la misma manera, ahuyentados ya los nubarrones de los ojos, me extasié con la luz del cielo y dirigí mi mente a descubrir el rostro de mi médico. Volví mis ojos hacia ella y la miré fijamente. Pude reconocerla como mi antigua nodriza, la que desde mis años de adolescente me había recibido en su casa, la Filosofía.15

Antes se nos ha advertido que debemos velar constantemente para no ser devorados por el letargo colectivo ni caer en su mortal trampa. Y es que a través del diálogo se puede sembrar no sólo el camino de la liberación, sino igualmente el de la perdición. La palabra tiene también el poder de inocular el germen de la discordia, de la elucubración, el engaño, la persuasión tenebrosa, la manipulación y la deriva en todos los sentidos. Sofistas, antitradicionales y contratradicionales fomentan a través de sus discursos el odio, la venganza, la envidia, la mentira, la suplantación, la subversión y todo lo peor que uno pueda imaginar, llevándolos a unos extremos altamente denigrantes y disolutivos. Valga como muestra este diálogo escrito por Shakespeare en su tremenda tragedia Macbeth.

Macbeth. —¿Qué hay? ¿Qué noticias traes?
Señora Macbeth. —Casi ha terminado de cenar ¿por qué te has marchado de la sala?
Macbeth. —¿Ha preguntado por mí?
Señora Macbeth. —¿No sabes que sí?
Macbeth. —No seguiremos adelante con este asunto: me acaba de conceder honores, y he adquirido áurea fama ante toda clase de personas, y ahora habría que lucirla con todo su esplendor reciente, sin dejarla a un lado tan pronto.
Señora Macbeth. —¿Estaba borracha la esperanza con que te revestías? ¿Ha dormido desde entonces, y se despierta ahora para mirar, verde y pálida, lo que hizo tan fácilmente? Desde este momento, así considero tu amor. ¿Tienes miedo de ser en tus propios actos y en tu valor el mismo que eres en el deseo? ¿Querrías obtener lo que consideras el ornato de tu vida, y vivir como un cobarde en tu propia estimación, dejando que el “no me atrevo” esté al servicio del “querría”, como el pobre gato del proverbio?
Macbeth. —Por favor, calla. Me atrevo a hacer todo lo que es propio de un hombre: quien se atreva a más, no es hombre.
Señora Macbeth. —¿Qué animal fue entonces el que te hizo revelarme esa intención? Cuando te atrevías a hacerlo, eras entonces hombre, y, cuando más fueras lo que eras, serías más hombre. Ni el tiempo ni el lugar se prestaban entonces, y sin embargo quisiste que lo hicieran: ahora se prestan, y el que se presten te deshace. Yo he dado de mamar, y sé que tierno es querer al niño que se amamanta de mí: pero, mientras me sonreía a la cara, le habría sacado el pezón de sus encías sin dientes y le habría saltado los sesos, si lo hubiera jurado hacer, como tú has jurado hacer esto.
Macbeth. —¿Y si fallamos?
Señora Macbeth. —¿Vamos a fallar? Basta que tenses tu valor hasta el punto donde quede firme, y no fallaremos: cuando Duncan esté dormido (a lo que le invita sanamente el duro viaje) yo convenceré con vino y borrachera a sus dos chambelanes, de tal modo que la memoria, la guardiana del cerebro, se hará humo, y el recipiente de la razón, será sólo un alambique. Cuando sus naturalezas empapadas caigan en sueño de cerdos como en la muerte, ¿qué no podemos hacer tú y yo contra el indefenso Duncan? ¿Qué no podemos atribuir a esas esponjas de sus oficiales? Ellos cargarán con la culpa de nuestra gran matanza.
Macbeth. —Da a luz sólo hijos varones, pues tu indómito temple no debería producir más que varones. Cuando manchemos de sangre a esos dos adormilados en su propio cuarto, y usemos sus propios puñales, ¿no se ha de creer que lo han hecho ellos?
Señora Macbeth. —¿Quien se atreverá a entenderlo de otro modo, si nosotros hacemos rugir nuestro dolor y clamor por su muerte?
Macbeth. —Estoy decidido, y reúno todas mis capacidades para ese hecho terrible. Vamos allá, y engañemos el tiempo con la más hermosa apariencia: el rostro falso debe ocultar lo que sabe el corazón falso.16

Dejemos que los muertos entierren a sus muertos, o que los monstruos se revuelquen en su odio y devoren entre sí, y huyamos de cualquier complicidad con estas energías funestas y destructivas. Apostemos siempre por el diálogo entre los amigos amantes del conocimiento y compartámoslo en el cenáculo cerrado a cal y canto ante el acecho de cualquier canto de sirena que intente colarse sin éxito en este ámbito, pues por su naturaleza jamás podrá dar cabida esas energías inferiores.

Mecha. —¿Pero dónde estoy? Estaba metida en un sueño extraordinario, ¡que íbamos todos en un vagón del ferrocarril, y que éramos pasajeros en tránsito!
Max. —Tremenda tontera. Es como preguntarse ¿quién soy?
Enrique. —Aquí estamos para ser nosotros mismos.
Marta. —¿Acaso es inicuo preguntarse por la propia identidad y lugar dónde se está, inclusive adónde uno va?
Max. —Son los temas de la filosofía.
Enrique. —Siempre hay alguna salida, la salida en cuestión es la misma, sea ésta o aquella. A veces hasta está señalizada con una flecha, y dentro de ella escrita la palabra “salida”.
Minnie. —No vamos a ningún lado, sólo nos movemos a toda velocidad. De hecho estamos en las venas y arterias de un hombre gigantesco. Es más, nos transformamos constantemente para poder navegar en sus fluidos y correr la suerte de ellos.17

Una peculiaridad de estos diálogos es que incluyen simultáneamente varios niveles de lectura, en correspondencia con los planos o mundos de la realidad. Tú puedes comprender una cosa, y el que está a tu lado igual pero al mismo tiempo otras, por lo que el discurso constituye una auténtica caja de resonancia cósmica. La sutiles vibraciones emanadas del origen van componiendo una majestuosa sinfonía en la que cada quien oye éste o aquél instrumento o todos a la vez fundidos pero no confundidos.

Voz. (Femenina) —Teatro de sombras, nos movemos constantemente en la luz crepuscular de nuestras falsas creencias, que tomamos y defendemos a muerte creyendo que son la realidad y no meros símbolos de nuestra pequeña y profunda ignorancia.
Voz. —A las que consideramos certezas.
Voz. —¡Qué destino, conocerlo todo gracias a los desvelos, privaciones y todo tipo de esfuerzos dejando la honra, el sueño y la existencia en el camino, para abandonarlo en un segundo, negarlo sin siquiera vehemencia!
Voz. —Eso sería, ¡conocerlo todo para obtener la nada y aceptar que ésta es la recompensa prometida! ¡Saber la totalidad para encontrar nada! ¡Qué última sorpresa! ¡Qué postrer asombro!
Voz. —¿Hay alguna queja acaso, si desde el primer momento sabíamos que nuestro fin, nuestro destino, participaba del No Ser?
Voz. (Femenina)—Todo es tan misterioso como el propio Misterio. El Misterio es lo único Absoluto.
Voz. —Así como que lo único permanente es el cambio.
Voz. —Y se hace increíble que esta construcción mental sea nuestro lenguaje en un mundo que no sabe qué es la nada, ni tal vez, el sentido de cualquier otra cosa. Abandonarse a este Misterio que incluye un más allá, un mundo otro incognoscible que se expresa por símbolos y la lengua que nos ha sido dada.
Voz. (Femenina)—Hemos quedado totalmente disueltos en un conjunto de esferas en movimiento; ¡cómo no abandonarse a este no saber que incluye un más allá! ¡cómo no participar en algo aun sabiendo que nada está ni dentro ni fuera!
Voz. (Femenina)—¡Una corriente de agua fresca que emana de la Palabra!18

Mientras estás vivo se abren interrogantes. Todo el secreto radica en formular la pregunta. Esa pregunta que desencadena el diálogo interno, el verdadero diálogo de cada quien consigo mismo, del que el mantenido con el “otro” no es más que un símbolo del primero. Con demasiada asiduidad esas conversaciones resultan bien cansinas: las pequeñeces y bucles cotidianos, que con los años se apolillan o petrifican. Pero no siempre es así. La palabra desenvaina su espada y rasga la monotonía y la obsesión. Entonces, basta con dejarse fluir por las alturas o profundidades a las que ella te conduce. Ya hemos visto que “…al abrir un libro inspirado se abre también su templo, o mansión”.19 Pero además, no todos los libros están escritos con palabras derivadas de un alfabeto fonético, sino que éstas se hallan implícitas en imágenes y símbolos iconográficos, como es el caso del Tarot, o el del Mutus Liber, entre muchas otras recopilaciones iconográficas capaces de despertar ese diálogo interno significativo iluminado de nuevo por la Inteligencia. Acojamos con confianza todos estos soportes, para así, “eligiendo a través de la palabra” arribar a la orilla del Océano del Silencio.

NOTAS
1 Federico González. En el vientre de la ballena. Textos alquímicos. Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2024. Ver online: Libro.
2 Martin Buber, citado en Entre el No Ser y el Ser. Antología para hamacados. Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2017.
3 M. H. Luzzatto. El filósofo y el cabalista. Ed. Indigo, Barcelona, 1998.
4 Martin Buber. Cuentos Hasídicos. Los primeros maestros. Paidós Orientalia, Barcelona, 1993.
5 Poimandrés I, traducido en Federico González. Hermetismo y Masonería. Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2016.
6 Cristina de Pizán. Le Chémin de Longue Étude. Librairie Générale Française. Lettres Gothiques, París, 2000.
7 Platón. Diálogos, “Crátilo” y otros. Ed. Gredos, Madrid, 2010.
8 Giordano Bruno. Expulsión de la bestia triunfante. De los heroicos furores. Ediciones Siruela, Madrid, 2011.
9 Ernesto Fernando Iancilevich. “La época del final de un ciclo”, publicado en la web “Ante el fin de los tiempos”.
10 Federico González. Noche de Brujas. Ed. SYMBOLOS, Barcelona, 2007.
11 Platón. Diálogos, “Menón” y otros. Ed. Gredos, Madrid, 2010.
12 D. T. Suzuki. Vivir el Zen. Kairós, Barcelona, 2000.
13 Federico González Frías. Tres Teatro Tres. “Lunas Indefinidas”. Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2011.
14 D. T. Suzuki. Vivir el Zen. Kairós, Barcelona, 2000.
15 Boecio. La consolación de la filosofía. Alianza Editorial, Madrid, 1999.
16 W. Shakespeare. Macbeth. Planeta de Agostini, Barcelona, 2000.
17 Federico González Frías. Tres Teatro Tres. “En el tren”. Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2011.
18 Federico González Frías. Rapsodia. Obra en tres cuadros. Ed. SYMBOLOS, Barcelona, 2015.
19 Federico González y cols. Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha. “Musas”. Ver online: Programa Agartha.
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