SYMBOLOS

Revista internacional de
Arte - Cultura - Gnosis
LA ENEIDA Y LOS ORÍGENES
MÍTICOS DE ROMA

(Primera parte)

LUCRECIA HERRERA


Roma.
Grabado antiguo.
Desde luego que los romanos recibieron un gran legado de los pueblos helenos: la tradición, su cosmogonía y teogonía, sus dioses, los cuales adoptaron nombres latinizados, sus símbolos, mitos y ritos, el culto y el amor por la Naturaleza, de donde los primitivos hortus al lado de sus casas convertidas luego en villas llenas de árboles frutales, viñedos, flores, fuentes y albercas decoradas con estatuas de los dioses y murales con escenas mitológicas e iniciáticas al par de afluentes de agua y manantiales, agregando a sus viviendas espacios consagrados a las deidades protectoras del hogar y los jardines.

Si bien ambas tradiciones pertenecen al gran tronco de la civilización indoeuropea, también ambas tienen un vínculo con la Tradición Primordial, como veremos.

En el caso de la tradición romana,

ese vínculo se manifiesta claramente en los orígenes históricos de Roma con la existencia de los siete reyes legisladores, los cuales son análogos a los siete Rshi de la tradición hindú, seres míticos encargados de conservar y transmitir la Sabiduría y el Conocimiento en cada nuevo ciclo de la humanidad. Y esto es lo que representan los siete reyes con respecto a Roma: transmiten a ésta las ideas-fuerza que permitirán el desarrollo de su civilización.1

No es de extrañar, por tanto, que la influencia espiritual y el conocimiento recibido de la antigua Tradición Griega se extendiera a todos los órdenes de su cultura: las artes, las ciencias de los números y la geometría —de donde el origen de los collegia fabrorum—, la literatura y la filosofía, evidente en el pensamiento de los filósofos, magos y teúrgos, sabios y poetas latinos como Cicerón, Varrón, Virgilio, Horacio, Séneca, Ovidio, Apuleyo (neoplatónico e iniciado en los misterios de Isis por los sacerdotes egipcios) —por mencionar sólo algunos—, herederos de las ideas expuestas por Orfeo, Pitágoras, Platón, Aristóteles y sus sucesores. Y desde luego, el influjo recibido de Homero y Hesíodo, notorio en las grandes epopeyas, los relatos míticos y cosmogónicos, como veremos en seguida en Virgilio, “el príncipe de los poetas latinos”, en su gran poema épico, la Eneida. Más luego, ambas civilizaciones conformarán una sola cultura, la greco-latina, “que lejos de desaparecer continuó estando viva hasta los albores de los tiempos modernos”.2

En la Introducción a la Ciencia Sagrada, Programa Agartha, obra de Federico González y cols., ya citada, vemos que,

Roma aparece en el escenario de la historia cuando los pueblos de la Hélade griega, que descendían en gran parte de la Tradición primordial (el culto que éstos profesaban al Apolo hiperbóreo y al Zeus olímpico es un ejemplo de ello), están en plena decadencia crepuscular. Ya en los orígenes míticos de Roma encontramos la importante herencia de los pueblos helenos, pues como cuenta Virgilio en La Eneida, el príncipe troyano Eneas —héroe solar como Herakles-Hércules— es elegido por Júpiter para fundar en la región del Lacio (“donde antaño Saturno mantuvo su cetro…”) una colonia de la que surgiría posteriormente Roma. Por otro lado, en la misma Eneida (libro VI) se cuenta que de Eneas surgiría la estirpe de la que descenderán los más grandes estadistas y emperadores romanos, entre los que destacamos a Julio César y su sobrino César Augusto.3

Cuenta el mito que cuando Júpiter, rey del Olimpo, destronó a su padre Saturno, el dios Tiempo que devoraba a sus hijos, fue desterrado de los reinos celestes. Conducido en una barca llegó a tierras donde gobernaba el dios Jano, antiquísima deidad romana, el dios que marca los comienzos y el fin, el de la doble faz, ya que una de sus caras ve al pasado y la otra al futuro, ubicándose entre ambas el presente, su faz oculta, invisible imagen del equilibrio inmutable no sujeto a las condiciones de tiempo y espacio. Llegó, pues, Saturno por el mar surcando el río Tíber a estas tierras del Lacio donde fue acogido como su huésped, razón por la cual por mucho tiempo este pueblo conservó el nombre de “pueblo saturnio”.4

Meditando en estos menesteres se encontraba el poeta Ovidio, que entregado a la creación de su obra los Fastos5 trabajaba en los “días”, cuando de pronto le pareció que la casa se tornaba más luminosa de lo que estaba antes. Era el dios Jano, quién se le aparece con el báculo en la derecha y las llaves en la izquierda.


Representación de Jano, deidad de los
comienzos y pasajes. Pierre Blanchard, 1803.
Escuela francesa. Colección Privada.

Se le paran los pelos del susto y el dios le habla así: “Aprende, poeta que trabajas en los días, lo que buscas, abandonando tu miedo, y recoge en tu mente mi discurso”. Escuchaba atento Ovidio cuanto el sagrado Jano le revelaba, “admirable por su imagen bicéfala”, cuando de pronto, el poeta interpela al dios que lleva la llave:

¿Por qué en una cara de la moneda de bronce hay estampada la figura de una nave y en la otra una figura con dos cabezas?6

A lo que le responde el dios:

Me habrías podido reconocer —dijo— en la doble imagen si el propio tiempo no hubiera gastado la vieja estampa. El motivo de la nave es palmario: en una nave llegó al río etrusco el dios portador de la Hoz, una vez recorrido previamente el orbe. Recuerdo que en esta tierra fue acogido Saturno (...). También a su tierra se la llamó Lacio, por haberse ocultado el dios. Pero la buena posteridad estampó una nave en la moneda de bronce para dar testimonio de la llegada del dios, su huésped. Yo mismo habité el suelo cuyo lado izquierdo lame la más que mansa onda del Tíber arenoso. Aquí, donde está Roma ahora, verdeaba una selva nunca cortada, y un espacio tan grande eran los pastizales de unos pocos bueyes. Mi alcázar era la colina que la gente nombra por mi nombre y que la época actual llama Janículo. Entonces reinaba yo, cuando la tierra era soporte de los dioses y los númenes andaban mezclados con los espacios humanos. Las fechorías de los hombres no habían ahuyentado todavía la Justicia (fue la última de los dioses de arriba en abandonar la tierra), y en lugar del miedo gobernaba al pueblo la dignidad misma sin violencia; ningún trabajo costaba hacer justicia a los justos. Yo no tenía nada que ver con la guerra: tutelaba la paz y las jambas de las puertas y —dijo mostrando la llave— esto es lo que llevo por armas.7

Hacemos mención de este antiquísimo dios romano, “que se encuentra también en otras tradiciones muy arcaicas”,8 descripto por Ovidio en sus Fastos, ya que Jano es la deidad que abre y cierra las puertas del tiempo, —“especialmente las solsticiales: la puerta de los dioses (invierno) y la puerta de los hombres (verano)”—9 que se dice gobernó junto a Saturno —dios del tiempo, la agricultura y las semillas, y por tanto también, el portador de la Hoz que todo siega—, en tierras latinas.


Saturno, portador de la Hoz.
Girolamo Scarselli. Rijksmuseum, Amsterdam

Recordemos, además, que Saturno es el regente de la Edad de Oro, altísima deidad, que en el Árbol de la Vida Sefirótico de la Cábala se relaciona con la sefirah Binah, Inteligencia. Por esta razón nos parece significativo, y por tanto simbólico, que el destino señalado por los hados al príncipe y héroe troyano Eneas del enclave donde deberá fundar una nueva ciudad y levantar un mundo nuevo y asentar allí los Penates —númenes protectores de la ciudad y el hogar—, sea precisamente ese espacio sagrado donde habitó Saturno en una Edad dorada, o paraíso primigenio, cuando dioses y hombres vivían en total armonía. Es decir, la realización de un viaje prototípico de vuelta al Origen y Destino, donde una vez alcanzado, el tiempo queda abolido, o reabsorbido, en la inmutabilidad del eterno presente, como era en aquel Jardín primordial.

Se trata, pues, de la culminación de un viaje arquetípico que emprende el iniciado hacia su Origen atravesando todo tipo de peligros, pruebas, aventuras, tristezas y alegrías por tierra y por mar —en el Árbol de la Vida, mundos equiparados a las “aguas inferiores” o estados inferiores del ser—, hasta lograr el retorno a sus orígenes divinos. Destino señalado por los hados, como ya dijimos, que el “fiel” Eneas sigue con valentía, generosidad y muchísima paciencia guiado permanentemente por Amor (Venus), entregándose a su sino —el fatum— y siempre atento a las señales del cielo, escuchando los augurios y las profecías que le son reveladas. Sabedor de la función que le toca cumplir, nomás llega al puerto de Cumas al norte de Nápoles en tierras latinas, el héroe troyano Eneas sube —como le ha sido previamente señalado y predicho por el adivino Héleno, hijo de Príamo— al templo de Apolo, dios de la Luz y la Inteligencia, la Belleza, la Armonía y la Música, la Poesía, la Profecía y la Adivinación donde escucha el oráculo por boca de la Sibila. Cumpliendo con sus instrucciones desciende al inframundo, no sin antes haber cortado la rama de oro —presente para Prosérpina y requerida para este viaje—, guiado por la pitonisa donde verá el pasado y se encontrará con su difunto padre, Anquises, quien le revelará la doctrina de la transmigración de las almas (Libro VI) y le mostrará el porvenir. Sale victorioso del inframundo acompañado por la Sibila pero él ya no será el mismo y no recordará nada de lo que ha visto y oído más que el recuerdo de un sueño. Ha vivido la muerte y ha vuelto a nacer fecundado por la luz del espíritu elevándose como estrella del amanecer que antecede la salida del Sol. Templada su alma y recobradas sus fuerzas, Eneas, ahora plenamente consciente del destino glorioso que le toca cumplir, vuelve a sus naves y efectúa los ritos prescritos e invocaciones requeridas, presto a continuar su navegación; mantiene un tuteo constante con su madre, Venus, y otras deidades que finalmente le conducirán —no sin grandes trabajos, penas, traiciones y cruentas guerras, herido al punto de casi perder la vida si no hubiera sido por intervención divina: la hierba que su madre, Venus, le lleva para curar la herida—, a la conquista de las tierras del Lacio por voluntad de Júpiter, alcanzando finalmente el cumplimiento de ese glorioso Destino señalado por los hados, y la paz, la paz al fin, “emblema de la inmortalidad del alma y la vida eterna”.10


Virgilio con las Musas Clio y Melpómene.
Mosaico s. III. Museo Nacional del Bardo, Túnez.

Virgilio, el gran poeta latino, siguiendo claramente a Homero en sus dos grandes poemas épicos, la Ilíada y la Odisea, da inicio a su extraordinaria epopeya de herencia griega, la Eneida, con estas inspiradas palabras:

Yo soy aquel que modulé otro tiempo canciones pastoriles al son de mi delgado caramillo. Después dejé los bosques y forcé a las campiñas colindantes a plegarse al codicioso afán de los labriegos. Mi obra fue de su agrado.
Y ahora canto las armas horrendas del dios Marte y al héroe que forzado al destierro por el hado fue el primero que desde la ribera de Troya arribó a Italia y a las playas lavinias. Batido en tierra y mar arrostró muchos riesgos por obra de los dioses, por la saña rencorosa de la inflexible Juno.
Mucho sufrió en la guerra antes de que fundase la ciudad y asentase en el Lacio sus Penates,11 de donde viene la nación latina y la nobleza de Alba y los baluartes de la excelsa Roma.
Dime las causas, Musa; por qué ofensa a su poder divino, por qué resentimiento la reina de los dioses forzó a un hombre, afamado por su entrega a la divinidad, a correr tantos trances, a afrontar tantos riesgos.
¿Cómo pueden las almas de los dioses incubar tan tenaz resentimiento?12

En un artículo anterior sobre La Antigua Grecia13 señalábamos que

las relaciones íntimas entre los dioses y los hombres tienen, en las tradiciones greco-romanas, un carácter ambivalente de reconciliación y lucha, claramente vinculado con la idea de empresa heroica, y de reconquista de la inmortalidad por parte de estos últimos; no se hace sino representar, por medio de las leyendas de los héroes, el proceso mismo de la Iniciación.14

Ejemplo de ello es el mito greco-latino de Heracles-Hércules. Narra el mito cómo la vengativa Hera-Juno persigue al héroe solar Heracles-Hércules —cuyo nombre deriva precisamente de “Hera” de la cual mamó de pequeño y la succionó con tal fuerza que de la leche derramada se formó la Vía Láctea—, hijo de Júpiter y la mortal Alcmena. Hera lo odiaba y maldijo por haber sido concebido por Júpiter, su esposo, fuera de su olímpico matrimonio, imponiéndole al héroe doce trabajos asimilados a las pruebas y dificultades internas y externas que deberá superar “en el camino de la reintegración al Sí mismo”.15

Recordemos que los mitos son simbólicos y polivalentes, como ya hemos dicho anteriormente, “es decir duales y necesitan ser interpretados y enseñados para que posean el más mínimo poder cognoscitivo”.16

Por esto es que hemos señalado diversas veces en el curso de estos trabajos que los mitos hablan de muchas cosas a la vez. Ellos se refieren a la cosmogonía, al orden cósmico, a ciclos y ritmos, a proporciones y medidas, a mundos dentro de mundos, a los elementos y a las relaciones que éstos tienen con los dioses. Y hablan de la iniciación, de ese viaje arquetípico que emprende el héroe-iniciado de vuelta a sus fuentes, atravesando planos y mundos desconocidos, dificultades y tropiezos, vivificando en el interior de la conciencia el conocimiento de la deidad, hasta lograr la plena identificación con el Ser, el Uno y Único que se expresa por medio de toda la miríada de sus posibilidades.

Con esa potente invocación a la Musa, citada más arriba, Virgilio abre su gran relato mítico cantando al dios de la guerra, Marte, que luego y en otro ciclo, enamorado de una vestal, Rea Silvia, hija del rey Numitor y descendiente de Eneas, será el progenitor de los gemelos Rómulo y Remo, siendo finalmente Rómulo, quien funde y dé nombre a la excelsa Roma, como está decretado.


Rómulo y Remo.
Charles Émile Callande de Champmartin, 1842.
Museo del Louvre, París, Francia.

Narra el mito que,

Silvia, la vestal, fue una mañana en busca de agua con que lavar los objetos sagrados. Había llegado a la ribera que descendía por un tramo suave; bajó de encima de su pelo una tinaja de barro. Se sentó cansada en el suelo y se puso a tomar el aire con el pecho descubierto, y se arregló el pelo alborotado. Sentada como estaba, le produjeron sueño los sauces sombríos y los pájaros cantores y el murmullo ligero del agua. Como un ladrón, la blanda quietud se deslizo por sus ojos vencidos, y aflojándosele la mano se le escurrió de la barbilla. Marte la vio, sintió deseos de ella y la poseyó como la había deseado, y con sus divinos recursos disimuló su ultraje. Desapareció el sueño y ella quedó embarazada; es de saber que a partir de entonces estaba en sus entrañas el fundador de la ciudad de Roma.17

Se refiere a Rómulo,

que traza los límites sagrados de la ciudad y del que deriva el nombre de la misma, (...) el primero de los reyes legisladores. Él fue capaz, con la fuerza espiritual que otorga el saberse poseedor de un destino ligado a lo suprahistórico y trascendente, de infundir en los pueblos itálicos (contando entre ellos a los etruscos y a los sabinos) la idea del Imperio bajo el estandarte protector del águila, ave celeste y divina por excelencia.18

El águila es el ave atribuida a Júpiter, rey del Olimpo, padre de casi todos los dioses y hombres, que sentado en su trono rige el cielo y la tierra con amor y rigor, siendo sus atributos la Misericordia, la Gracia y el Amor; lleva en su mano el rayo, arma fulminante y destructora, si bien, portadora de la luz.

En realidad el Imperio corresponde a una antiquísima concepción tradicional que se remonta a los orígenes mismos de la humanidad, y según la cual aquél representa la expresión del orden celeste y uránico sobre la tierra. En las más altas culturas tradicionales se menciona, bajo distintos nombres, un mítico “Imperio del Medio” donde reside el Monarca Universal (el Chakravartî hindú y budista), el Rey de Justicia y de Paz, el Rey del Mundo, que no es otro que el Verbo divino del cual emana la Ley Eterna reguladora de la armonía y el orden de la creación.19

Pero, sobre todo, Virgilio canta al héroe troyano Eneas —el hilo conductor de su obra, la Eneida—, hijo de la diosa de la Belleza y el Amor, Venus, y del mortal Anquises.


Venus y Anquises.
William Blake Richmond, 1889-1890.
Walker Art Gallery, Liverpool, Inglaterra.

Eneas, milagrosamente sobrevive a la encarnizada guerra de Troya —una de sus pruebas—, aunque su destino era otro signado por los hados. A sabiendas del sino de su hijo, la diosa, con atenta mirada, le guía y protege siempre desde su altísima morada celeste. Virgilio, iniciado como era en los misterios del Ser,

sabía, como lo supieron Homero y Hesíodo, que él prestaba voz a una audición que venía de más allá de sí mismo y de su conocimiento, por intuición directa del misterio y que repetirá una misma Tradición fundamental e igual cosmogonía, es decir la Philosophia Perennis.20

Se trata de la transmisión de la Tradición, Unánime y Perenne, la Ciencia Sagrada que han conocido los sabios de todos los pueblos y que el poeta transmite a través del relato mítico —recordando que la palabra mito tiene la misma raíz que misterio—, en el que la revelación, la intuición del corazón, la profecía y la poesía van de la mano. Dice Federico González Frías, nuestro mentor, que la profecía es una

proyección de la Teúrgia en el tiempo. Profecía y poesía han sido a menudo equiparadas como dones divinos.21

No cabe duda que Virgilio conocía estos estados del alma; había experimentado la proximidad de la deidad y el arrebato que produce la inspiración poética “que irrumpe inesperada, que sorprende y arrastra” provocada por las Musas que giran en torno al dios de la Música, la Poesía y la Profecía: Febo Apolo.

Como en las Églogas o Bucólicas, sus primeras obras,

con las que comienza su labor de poeta; escritas entre el año 41 al 39 antes de Cristo, ejerce una profesión heredada de los griegos e inspirada por el espíritu, es decir por los efluvios del más allá, emanaciones a las que da forma. En este sentido no se puede dejar de mencionar el canto IV en el que se profetiza el advenimiento de un niño tradicional, el niño alquímico en la historia, que los paganos tomaron por un nuevo nacimiento del dios Hermes en Alejandría, donde se da un movimiento, el hermetismo —una pléyade de sabios directamente emparentados ideológicamente con el neoplatonismo, neopitagorismo y los gnósticos.22
Por otra parte el cristianismo igualmente creyó en que Virgilio profetizaba el nacimiento de Jesús, es decir, del anunciado Mesías, lo que también es muy interesante ya que confluyen en la profecía del poeta latino la imagen de un nuevo Hermes con la del niño Jesús según se lea por uno o por otros, lo escrito por Virgilio.23

Luego apareció la Eneida, el gran poema épico que será su última obra. Al encontrarse ya muy enfermo, a la vuelta de un viaje a Grecia y Asia Menor donde había ido para recopilar valiosa información acerca de los escenarios para la Eneida, sin haber podido hacer una revisión completa de los textos ya escritos, pide a sus amigos y poetas Vario y Tuca, que si moría quemaran su obra, inacabada decía él, negándose ambos rotundamente a ello, pues el proceso creativo le había llevado once años de su vida. Y por esos designios de la providencia, sucedió que al morir el poeta, “fue el propio Octavio, [Cesar Augusto] quién salvó la Eneida de las llamas, y evitó así que se cumpliera la severa y drástica decisión última de Virgilio con respecto a su obra”.24 Señala Servio, comentarista de Virgilio, que Octavio era amigo del poeta aun antes de ser emperador, y le había encomendado este trabajo en particular: “ejemplo de ello es el profético discurso de Júpiter a Venus sobre la grandeza de sus descendientes25 escrito al hilo de los sucesos del año 29: ceremonia triunfal de Octavio y clausura de las puertas del templo de Jano”.26 Que Augusto conocía algunos de los cantos ya completos de la Eneida, dan fe los poetas que estuvieron presentes en la recitación de tres de ellos (el II, IV, VI) por el propio Virgilio a Octavio y algunos miembros de su familia.


Virgilio lee la Eneida a Livia, Octavia y Augusto.
Jean-Auguste Dominique Ingres, 1812.
Museo de los Agustinos,
Toulouse, Francia.

Octavia, hermana de Augusto y a quien Virgilio tenía en gran estima, sufrió un desmayo al escuchar los versos del canto VI dedicados a su hijo Marcelo, a quien Augusto había adoptado y elegido como su sucesor, encontrando la muerte muy joven por enfermedad; pesar del que Octavia nunca se recuperó retirándose de la vida pública hasta su muerte.

Por otra parte, apuntan los comentaristas de la obra de Virgilio que los últimos años de su vida los dedicó a levantar el resto de su epopeya en la soledad de su retiro napolitano o siciliano.

Tras esta breve introducción, sumerjámonos ya en la Eneida, extraordinaria obra cantada por Virgilio a través de XII libros. Iremos tejiendo un discurso con citas de los cantos que componen este vasto relato por su arrobadora belleza y profundidad: el tuteo reiterado entre dioses y hombres, la revelación, la profecía, la adivinación, el rito y el símbolo. Extractos que nos han parecido especialmente puntuales y significativos pues marcan pautas importantes en la narración de la historia sagrada y arquetípica arrebatándonos a otros estados del alma con los que el iniciado podrá identificarse plenamente.

Adelante, pues, con la navegación.

¿Cuáles fueron las causas de tan desgarradora guerra más allá que las voluntades de los hombres, que acabaría con la poderosa Ilión, Troya, con su rey y los renombrados héroes guerreros? Y, ¿qué jugadas en lo alto del cielo provocaron tales desmanes entre los mortales?

Se dice que la causa aparente de la guerra fue el rapto de Helena de Esparta, esposa del rey Menelao, hermano de Agamenón, rey de Micenas, por el príncipe troyano Paris, hijo del rey Príamo de Troya.


Bodas de Tetis y Peleo. Jacob Jordaens, 1636.
Museo Nacional del Prado, Madrid, España.

Pero cuenta Higino en sus Fábulas27 que antaño, cuando la boda de Tetis y Peleo, Júpiter convocó a todos los dioses a un banquete, excepto a Eris, la Discordia. Sin embargo, Eris, hija de la Noche, se presenta al festín pero llega tarde y no es admitida. Entonces desde la puerta lanza al centro de la sala una manzana de oro diciendo que debía llevarla la más bella. Al instante las diosas Juno, Atenea y Venus la reclaman, produciéndose la discordia entre ellas. Pero para no intervenir en tan delicado asunto Júpiter ordenó a Mercurio, el mensajero divino, que fuera en busca de Paris, hijo de Príamo, que en ese tiempo vivía como pastor en el monte Ida, para que actuara como juez.


El Juicio de Paris.
Peter Paul Rubens, 1638-1639.
Museo del Prado, Madrid, España.

Cuando las diosas se encontraron ante el príncipe troyano cada una le ofrece un don. “Juno le prometió que, si se decidía por ella, él habría de reinar en toda la tierra y aventajaría a todos en riqueza. Minerva le aseguró que si ella salía vencedora de allí, él sería el más valiente de entre los mortales y versado en todas las artes. Venus, en cambio, prometió darle en matrimonio a Helena, hija de Tíndaro, la más hermosa de todas las mujeres”.28 Paris prefirió el último de los dones, diciendo que Venus era la más bella, provocando la hostilidad de Juno y Atenea. Pero Juno, herida profundamente en su alma por esta ofensa a su belleza, guarda un tenaz resentimiento hacia los troyanos.

Más tarde a instancias de Venus, Paris raptó a Helena del palacio del rey Menelao, su esposo, donde Paris se encontraba como huésped, llevándosela a Troya, sin acceder a devolverla, haciendo que se desencadenase la guerra entre griegos y troyanos ante los muros de tan afamada ciudad. Aunque la celosa y vengativa Juno, esposa y hermana de Júpiter, no había borrado de su mente su enojo y guardaba fijo en su alma el juicio de Paris y “el injusto desprecio a su hermosura.” Ante la inminente caída de Troya, ya en llamas, solo, frente a la despiadada destrucción de la ciudad por los aqueos, la muerte de su rey y la de sus hijos los héroes troyanos, Eneas, atormentado en lo más profundo de su alma, camina sin rumbo lleno de rabia por las estancias del palacio de Príamo —muerto éste por el implacable Pirro, el hijo de Aquiles—, dirigiendo la mirada hacia todos lados. De pronto ve a Helena, “la hija de Tíndaro, que estaba vigilando la entrada en el templo de Vesta, amparándose a ocultas en el sacro recinto”.29 Ardiendo de ira y dejándose llevar por la furia de su mente, en ese preciso instante, se le aparece Venus, su madre, y “declarando su condición de diosa, con la misma belleza y estatura con que suele mostrarse a los celestes moradores”,30 cogiéndole de la mano le dice:

“¡Hijo mío!, ¿Qué encono provoca en ti esa cólera indomable? ¿A qué ese frenesí? ¿No quieres antes ver dónde has dejado a tu anciano padre Anquises, si vive todavía tu mujer y tu pequeño Ascanio? En torno de ellos andan de un lado y otro rondándoles las tropas de los griegos. Y si no lo impidiera mi desvelo por ellos, las llamas los habrían arrebatado ya y la espada enemiga habría ya agotado su sangre. No es la odiosa belleza de una mujer laconia, hija de Tíndaro como tú imaginas, ni es Paris el que debe ser culpado. Son los dioses, los dioses implacables... los que a Troya arrasan de su cumbre”.31

Entonces, ante su vista esclarecida por la diosa, Eneas ve como Neptuno, con su enorme tridente, “descuaja de su asiento a Troya entera”; ve también a la enfurecida Juno, que “ceñida de hierro, ha ocupado la entrada de las Puertas Esceas”, y a Palas Atenea, plantada en el alto del alcázar, y hasta al mismo Júpiter que incita a los dioses contra los dárdanos.

“Huye al punto, hijo mío, y pon fin a tu esfuerzo. No te abandonaré y te dejaré a salvo en el umbral de la casa de tu padre”.
Dijo y se hundió en la espesa negrura de la noche.32

Hacia allí corre Eneas y una vez llegado a su casa pide a su padre Anquises abandonar de inmediato el hogar, huyendo hacia los bosques más allá de la ciudad rodeada por los argivos. De entrada, Anquises se resiste a huir pero de improvisto sobreviene un prodigio. “Una tenue lengüeta de fuego parecía despedir resplandores sobre la cabeza de Julo y sin causarle daño iba lamiendo el suave cabello con su llama”. (Eneida II, 680-683) Asustados sacudían los cabellos del pequeño hijo de Eneas y con agua apagaban el fuego milagroso. En ese instante, Anquises levanta hacia lo alto su mirada y, en voz alta, pide al omnipotente Júpiter le dé una señal. Apenas dice, y suena el estruendo de un trueno irrumpiendo desde el cielo una estrella y “deslizándose a través de las sombras”, va dejando un trazo de luz, “hasta ocultarse en el bosque del monte Ida señalando con su lumbre el camino”. Entonces, el anciano se yergue y vuelto al cielo saluda a los dioses y se pone a adorar la estrella santa, sin resistir más la huida.


Fuga de Eneas de Troya. Federico Barocci, 1598.
Galería Borghese, Roma, Italia.

Monta Eneas a su anciano padre sobre sus hombros llevando éste en sus manos “los objetos sagrados y los Penates patrios” y toma de la mano a su pequeño hijo Ascanio, también llamado Julo, como le nombra Virgilio más arriba, de donde la descendencia divina de Julio Cesar y Cesar Augusto, mientras su esposa Creúsa, hija de Príamo, les sigue detrás. Pero antes, el príncipe troyano advierte a su criados,

“hay al salir de la ciudad un cerro y un antiguo santuario de Ceres abandonado ya y hay cerca de él un vetusto ciprés que por veneración de nuestros padres se conserva de largo tiempo atrás. Todos nos juntaremos allí mismo, cada cual por su lado”.33

Caminaban atravesando las sombras ya aproximándose a las puertas del santuario “hasta llegar al cerro y a la mansión sagrada de la vetusta Ceres”, cuando de pronto Eneas se percata que Creúsa, su esposa, no le sigue. Reunidos todos allí, Eneas fía el cuidado del pequeño Ascanio, el de su padre y los Penates, a sus compañeros ocultándolos en un valle. Se ciñe sus armas y decide volver en su búsqueda. Desolado repetía su nombre corriendo enloquecido por entre las casas de la ciudad, cuando de pronto se le aparece una sombra con la imagen de Creúsa.

Quedé aterrado. Se me erizó el cabello, se me pegó la voz a la garganta. Entonces me habló así y con estas palabras alivió mi ansiedad:
“¿De qué te sirve abandonarte así, mi dulce esposo, a ese dolor? No acontece esto sin voluntad expresa de los dioses. No te es dado llevarte a Creúsa contigo de aquí. No lo permite el poderoso dueño del Olimpo celeste. Largo exilio te espera”.34

Le señala el largo viaje por mar que ha de surcar hasta penetrar las corrientes del Tíber donde le aguardan “días de ventura, un reino y una regia consorte” dispuestos para él. No es este su destino, y “alejándose fue a perderse entre las tenues auras.”

Regresa entonces Eneas y asombrado se encuentra con que en gran número habían acudido allí nuevas madres, esposos y mozos reunidos todos con ánimo y recursos prestos a seguirle camino al destierro. Pasado el invierno, ocultas sus naves al pie del monte Ida sin saber a dónde les conducirán los hados, Eneas y los suyos, reunidos con sus hombres, preparan la expedición. Y apenas repunta el verano, Anquises ordena izar velas, designio de los hados. Y así, el héroe troyano Eneas abandona, finalmente, las playas de Troya con una terrible congoja en su corazón, exiliado de su patria, mar adentro hacia tierras desconocidas con sus hombres, su familia y los Penates.

Pero Virgilio no sigue un orden cronológico formal en su relato. Tenía tres cantos o libros acabados, como ya dijimos, pero luego, durante los años previos a su muerte fue tejiendo un entramado con todo el material recopilado, y entre todo ello fue completando así su obra.

Empieza, pues, narrando la llegada de las naves de Eneas a tierras de Cartago —después de meses de navegación recalando en distintas ciudades, dándoles nombre y a sus habitantes leyes—, empujados por una terrible tormenta desatada por Eolo, dios de los Vientos, a instancias de Juno, torciendo el rumbo de las naves troyanas lejos de tierras lavinias. Siendo la Eneida un entramado permanente entre la acción divina y humana, Virgilio adelanta aquí la primera intervención de la diosa Juno mostrándonos el aspecto implacable que alberga en su alma: la venganza, una de sus características.

Ya apenas avistaban los troyanos las costas de Sicilia (...) cuando Juno que guarda en lo hondo de su pecho la herida siempre abierta, da vueltas y más vueltas a su encono. (...) Así atizaba Juno en la hoguera de su alma su rencor camino a Eolia, solar de los nublados, morada de los vientos furibundos.35

Juno y el rey Eolo en la Cueva de los Vientos.
Antonio Randa, s. XVI-XVII, Italia.

Sentado en su alta ciudadela, cetro en mano, estaba Eolo, templando el furor de los enfurecidos vientos. A él se dirige Juno suplicante: “... una raza, mi enemiga, navega por el mar Tirreno rumbo a Italia llevando a los Penates vencidos de Ilión. Aviva tú la furia de los vientos, hunde, entierra sus naves en las olas o dispersa a sus hombres, desparrama sus cuerpos por el fondo”.36 A cambio por su servicio, la reina de los dioses le ofrece un “firme enlace” con la ninfa Deyopea, la más bella de todas, y una lúcida descendencia. A lo que Eolo accede. Entonces “con la contera de su lanza empuja a un lado el hueco del monte” abalanzándose en escuadrón los vientos por el portillo abierto.

Truena de polo a polo y los relámpagos relumbran sin cesar.37

Paraliza a Eneas un helado pavor y alza las manos hacia los astros en súplica. Pero poderosos son los vientos desatados: el Euro, el Noto y el Ábrego que levantan una aterradora tormenta, volcando algunas de sus naves y lanzando a los hombres a lo hondo del mar. Gracias a la intervención de Neptuno, dios que gobierna el profundo mar, se reduce el fragor del oleaje sobre el que tiende su mirada. Sin saber dónde se encuentran, los troyanos agotados y habiendo perdido muchas de sus naves y hombres, fondean en playas libias, donde, como veremos, son acogidos por la reina Dido, quien allí gobierna. Pero, mientras todo esto acontece sobre la tierra, en lo alto del Olimpo, Venus increpa a su padre y le dice:

“Tú, que el mundo de los dioses y los hombres gobiernas con tu eterno poder y aterras con tu rayo, ¿qué delito tan grave han podido cometer contra ti mi hijo Eneas y los otros troyanos para que tras sufrir tantas desgracias, se les cierre todo el orbe por su empeño de poner pie en Italia? Tu prometiste, es cierto, que de ellos surgirían los romanos al girar de los años; que de ellos, de la estirpe restaurada de Teucro, saldrían los caudillos que impondrían al mar y al orbe de las tierras su poder. ¿Qué te hace, padre, cambiar de parecer?”38

Venus pide a Júpiter por Eneas.
Escuela inglesa. Anónimo, ca. 1700-1799.
National Trust Collections, Inglaterra.

Entonces Júpiter, omnipotente padre de dioses y hombres, misericordioso y gracioso señor de los cielos, le revela el glorioso destino que tiene preparado para el héroe troyano Eneas y su descendencia.

Sonriéndole con aquella sonrisa que serena cielos y tempestades, posa apenas sus labios en los labios de su hija y le habla así:
“Ahórrate tus temores, señora de Citera; el destino de los tuyos permanece invariable; verás la ciudad de Lavinio y el cerco de murallas prometidas, y al magnánimo Eneas lo encumbrarás hasta los mismos astros. No he cambiado de idea. Este hijo tuyo —te lo voy a decir ya que te punza el alma ese cuidado, desplegaré del todo los arcanos de los hados y pondré al descubierto sus secretos—, emprenderá en Italia tenaz guerra, domeñará a sus bravíos pueblos, dará a sus hombres leyes y a sus ciudades muros, hasta que tres veranos le hayan visto reinando sobre el Lacio y hayan pasado tres inviernos después de someter a su yugo a los rútulos; y el niño Ascanio, al que ahora llaman Julo —Ilo se le llamaba mientras estuvo en pie el reino de Ilión—, al giro de los meses completará en su reino el dilatado ciclo de treinta años, y desplazará el trono de su sede primera, de Lavinio, y tendrá potente los muros de Alba Longa. Y allí la estirpe de Héctor reinará tres centenares de años hasta el día en que Ilia, [Rea Silva] sacerdotisa real, amada del dios Marte, dé a luz de un solo parto dos gemelos. Luego Rómulo, ufano con su atuendo de rojiza piel de su loba nodriza, heredará el linaje y asentará los muros de la ciudad de Marte y llamará a los suyos con su nombre, romanos. No pongo a sus dominios límite en el espacio ni el tiempo. Les he dado un imperio sin fronteras. Es más, la áspera Juno, la que ahora acuciada de temor acosa sin cesar piélago, tierra y cielo, dará en cambiar sus planes y halagará conmigo a los romanos, los togados señores soberanos del mundo. Así está decretado”.39

Luego sigue diciendo Júpiter:

“Un tiempo llegará, al giro de los lustros, en que someterá el linaje de Asáraco a la ciudad de Ptía y a la ilustre Micenas y reinará sobre Argos40 sometida, y en que el troyano César nacerá de su galana estirpe, aquel que extenderá su imperio hasta el Océano y su nombre hasta los astros, Julio, el del mismo nombre recibido de lo alto del gran Julo. Es éste a quien tú un día, libre ya de zozobras, le darás acogida en el cielo cargado de despojos de Oriente. A él también invocarán con votos los humanos. Y alejadas las guerras se amansarán entonces las edades turbulentas. Y la Fidelidad de cabellos de plata, Vesta y Quirino con su hermano Remo irán dictando leyes.41 Se cerrarán las puertas de la guerra, las de ferradas, pavorosas barras”.42

El poeta adelanta aquí la vuelta a una Edad de Oro propiciada por Augusto que cierra las puertas del templo de Jano inaugurando una época de paz y prosperidad.

Al mismo tiempo que Júpiter, el dios del rayo iluminador, termina de hablar transmitiéndole a Venus el porvenir de su sagrada estirpe, avista desde lo alto lo que ocurre abajo sobre la tierra, y manda al hijo de Maya, Mercurio, el mensajero divino, para que, predispuesto el ánimo los habitantes de Cartago, deparen una buena acogida a los teucros; no vaya a ser que sean rechazados violentamente de sus fronteras. Entonces, “por el ancho haz del aire va él batiendo los remos de sus alas y se posa veloz en tierras libias y cumple lo mandado”.43

Apenas se levanta la Aurora, ocultas sus naves en un recodo, Eneas se echa a andar por el bosque acompañado por Acates, su amigo. Pero Venus, atenta a lo que sucede, “en la mitad del bosque se le hace encontradiza” bajo la forma de una muchacha. Lleva las armas y vestido de una joven espartana. Colgado de un hombro, a usanza cazadora, un arco y sus cabellos sueltos al viento; desnuda la rodilla y prendidos “por un lazo los pliegues de la clámide flotante”. Se adelanta y les habla:

“Eh, jóvenes, decídme si habéis visto tal vez a una de mis hermanas vagando por aquí. Va ceñida de aljaba y viste piel de rameado lince o va acosando a gritos la carrera de un jabalí espumeante”.44

Venus disfrazada de cazadora se aparece a Eneas.
Pietro Da Cortona, 1631. Museo del Louvre, París, Francia.

A lo que su hijo Eneas le responde:

“No he escuchado los gritos ni he visto yo a ninguna hermana tuya. ¡Oh! ¿Qué nombre te daré, muchacha? No es tu cara de persona mortal y no suena tu voz a voz humana. Sí, diosa, estoy seguro. ¿O una hermana de Febo? ¿O una de la familia de las ninfas? Danos tu favor, y alívianos en este trance, seas quien seas; dinos bajo qué cielos nos hallamos, te lo ruego, a qué playas hemos sido arrojados”.45

La bella diosa bajo la apariencia de una joven muchacha, les dice que sus habitantes son tirios y que “en la ciudad reina la dinastía de Agenor, pero la comarca que la rodea es Libia, de gentes indomables en la guerra”. Y es Dido quien ejerce su poder (...)

“Pero ¿quiénes —decidme— sois vosotros?” pregunta.
“¡Diosa! (...) Yo soy el fiel Eneas, el que traigo en mis naves conmigo los dioses hogareños rescatados del enemigo. Es conocida mi fama más allá de los cielos. Voy en busca de Italia, mi patria, y de mi raza, que procede del mismo excelso Júpiter. En veinte naves me lancé al mar frigio. Iba mi madre, la diosa, señalándome el rumbo. Yo seguía los hados que me habían asignado. Apenas quedan siete, bamboleadas por las olas y el Euro. Yo mismo, ignorado, falto de todo, voy cruzando los desiertos de Libia, rechazado de Europa como de Asia”.46

Pero Venus ya no puede sufrir más sus lamentos y prorrumpe:

“Quienquiera que tú seas, creo yo que no aspiras las auras de la vida aborrecido de los seres celestes, pues has llegado a esta ciudad de tirios. Sigue adelante. Llégate desde aquí al palacio de la reina. Están tus compañeros a salvo, te lo anuncio, y tus naves recobradas; vientos del norte, que han cambiado de rumbo, las han puesto a seguro”. (...)47
“Mira esos doce cisnes [aves de Apolo] que alean en gozosa formación; antes los dispersaba por el ancho haz del cielo el águila de Júpiter rampando de la altura; unos en larga fila parecen tomar tierra en este instante, otros avistan desde lo alto el lugar en que aquellos se han posado. Y cómo ahora retozan ya de vuelta restallando sus alas y trazan en escuadra círculos por el cielo dando al aire su canto”. (...)

Venus mostrando a Eneas y Acates el camino a Cartago.
Angelica Kauffmann, 1768. National Trust Collections,
Saltram House, Inglaterra.
“Prosigue ya tu marcha y dirige tus pasos donde lleva esta senda”.
Dice y cuando se vuelve resplandece su cuello de rosa, y emana una fragancia de cielo su divina cabellera. Se desprende hasta los pies su túnica y destaca al andar su aire de diosa.48

Eneas reconoce a su madre mientras ella desaparece aunque queda cerca de ellos; los envuelve en un halo de aire oscuro y su poder divino “extiende una nube para que nadie logre verlos, ni puedan llegarse a ellos, ni detener su marcha, ni inquirir el porqué de su venida”.49 En tanto, la diosa se dirige por los aires hacia Pafos donde está su morada y tiene su templo, “donde exhalan incienso sabeo cien altares fragantes de guirnaldas siempre vivas”.

Mientras tanto, Eneas y Acates llegan a la ciudad y desde lejos ven a la reina Dido acompañada de su corte acogiendo cordialmente a sus otros compañeros cuyas naves han atracado a salvo en el puerto, cuando de repente se desgarra la nube tendida por la diosa Venus en torno de ellos. Queda Eneas erguido, deslumbrante, semejante a un dios pues su madre le había inspirado un efluvio de gracia. Se dirige a la reina y ante el asombro de todos prorrumpe diciéndole quién es.


Encuentro entre Dido y Eneas. Sir Nathaniel Dance-Holland, 1766.
Tate Britain Collection, Londres.

Dido sorprendida lo acoge y le conduce a su palacio, mientras ordena se hagan ofrendas en acción de gracias en los templos de los dioses y manda que se prepare un suntuoso banquete en honor a sus huéspedes. Pero la diosa Venus, temiendo la falsía y dobleces de los tirios y la furia de Juno, trama un plan para que la reina Dido los acoja y ayude a restaurar sus naves, y puedan luego continuar su viaje hacia el Lacio. Manda, entonces, a su hijo Cupido tome por una noche el aspecto de Ascanio, el pequeño hijo de Eneas, y así, cuando Dido lo acoja entre sus brazos, infunda en ella su “secreto fuego y sus filtros de amor sin que ella lo advierta”. Mientras tanto,

Venus, infunde en los miembros de Ascanio un dulce sopor y entibiado en su regazo se lo lleva a las altas arboledas de Idalia, donde el blando amaranto lo envuelve en la fragancia de sus flores y en el abrazo de su dulce sombra.50

Y es en el transcurso de ese esplendido y prolongado banquete preparado por Dido en honor a sus huéspedes, que Virgilio relata por boca de Eneas y a solicitud de la reina el drama de la Guerra de Troya, la entrada del Caballo a la ciudad, el engaño y el asalto al palacio de Príamo y su muerte, seguida por la caída de la ciudad, la huida de Eneas guiado y protegido por su madre, Venus, y el eventual destierro de su patria, el de su familia y sus compañeros en busca de las tierras lavinias.

En tanto transcurre este dramático relato por boca de Eneas, en el palacio de la reina se va cumpliendo lo planeado por Venus, y la reina Dido, sin percatarse del plan tramado por la diosa, va cayendo por oleadas perdidamente enamorada del príncipe troyano. Pasan los días, las semanas, y de a poco Eneas, atrapado y retenido por los amores con Dido, empieza a olvidar su verdadero destino. Mientras, van corriendo los más variados rumores por los pueblos, propagados por la Fama, acerca de los amores entre Dido y Eneas llegando a oídos del prometido de Dido, Jarbas, hijo de Amón51 y la ninfa Garamantis. Enardecida su alma con tales habladurías, alza sus manos suplicantes al omnipotente Júpiter. Y mientras Jarbas oraba, le oyó el Soberano que gira su mirada “a la ciudad de la reina, hacia los amantes olvidados de su noble renombre. Se dirige a Mercurio, y le da esta orden:

“¡Ea, vete hijo mío, llama al Céfiro, y volando deslízate a presencia del caudillo dardanio, que ahora está entretenido en la Cartago tiria y no vuelve la vista a las ciudades que le asignó el destino. Háblale, lleva raudo mi encargo por los aires. No fue, por cierto, así como su madre, la diosa más hermosa, me prometió obraría, ni lo salvó para eso dos veces de las armas de los griegos. Fue para que rigiera a Italia, que en su seno porta imperios y prorrumpe en bramidos de guerra, para que propagara la estirpe de la noble sangre teucra y sometiera el orbe entero a su ley. Si la gloria de tan grandes empresas no le enciende, si no carga con ellas a su espalda por su propio renombre, ¿es que quiere legar los baluartes de Roma a su hijo Ascanio? ¿Qué trama? ¿Qué esperanzas le mueven a quedarse en pueblo enemigo sin cuidar de sus propios descendientes ausonios y los campos de Lavinio? ¡Que se haga al mar! Es todo lo que tengo que decir, es el mensaje que tienes que llevarle de mi parte”.52

Dispuesto a cumplir lo que le manda su excelso padre, el divino Mercurio, intermediario entre cielo y tierra, al instante, se ajusta

los talares de oro a sus pies que le llevan como alas sobre el mar (...) y empuña el caduceo con que saca del Orco a las pálidas almas o las manda al Tártaro sombrío, con el que da y con el que quita el sueño y descorre los ojos de los muertos.53
Al instante en que posa allá en las chozas sus aladas plantas divisa a Eneas cimentando el alcázar y alzando nuevas casas. (...) El dios le aborda al punto:
“¡Con que, esposo modelo, estás poniendo los cimientos de la altiva Cartago, edificando una hermosa ciudad, ay, olvidado de tu propio reino y tu propio destino! El mismo dios que impera sobre todos los dioses me envía a ti de lo alto del esplendente Olimpo, aquel que a su albedrío hace girar el cielo y la tierra. Él es el que manda a través de las brisas voladeras transmitirte estas órdenes”.54

Así le habla Mercurio a Eneas, transmitiéndole el mensaje de lo alto del cielo y alejándose de su vista, desparece. Enmudece Eneas y se queda sin sentido; se le erizan de espanto los cabellos y arde en deseos de huir, de abandonar esta tierra, atónito ante el golpe del aviso y el mandato divino. Convoca a sus hombres para que, sigilosamente, preparen la flota y reúnan de inmediato a la gente; que tengan listo el armamento disimulando la razón del súbito cambio de plan.

Pero la reina adivina el engaño y va por todo el reino, enloquecida, maldiciendo a Eneas y a los suyos. Eneas sumiso a la divinidad, aunque trata de consolar a Dido y aliviar su dolor, cumple la orden divina y “entre gemidos y el alma rendida a su hondo amor” se vuelve hacia las naves decidido a partir, todo a punto para el viaje. Esa noche, mientras Eneas duerme en la popa de su nave, Dido, fuera de sí, maquina ardides y horrendas maldades, invocando todo tipo de magias.


Mercurio se aparece a Eneas.
Giovanni Battista Tiepolo, 1757.
Villa Valmarana ai Nani, Vicenza, Italia.

En tanto, en sueños, vuelve a aparecer el dios Mercurio a Eneas, y le amonesta para que huya de inmediato. Entonces sí que Eneas se aterra por la súbita visión. Desenvaina su espada centelleante y corta el amarre de su nave, sueltan las velas y dejan atrás la orilla. Desde lejos ven levantarse el humo que sale de la pira que Dido ha hecho alzar en el patio del palacio, sin saber la causa del incendio. La desdichada reina, “arrebatada por su horrendo designio”, ha tomado la espada dejada atrás por Eneas y echándose sobre ella la clava en su pecho. Pero no pudiendo encontrar fin a su vida, sus ojos buscan extraviados una luz en el cielo; al encontrarla, prorrumpe un gemido. Entonces desde lo alto “la omnipotente Juno”, patrona y protectora de las mujeres, apiadada de su agonía, envía a Iris55 “que descienda del Olimpo a que libere su alma, que lucha por soltarse de los lazos del cuerpo”.56


Dido.
Johann Heinrich Füssli, 1781.
Yale Centre for British Art, U.S.A.
Al punto Iris, brillantes de rocío las alas de azafrán (...) desciende por el cielo volandera y sobre su cabeza amaina el vuelo.
“Tomo, como me mandan, esta ofrenda consagrada a Plutón. Te desligo de tu cuerpo”. Dice y le corta el bucle con su mano. Al instante se disipa todo el calor del cuerpo y su vida se pierde entre las auras.57

Vida y muerte, amor y rigor, tragedia y comedia, cielo y tierra, opuestos que Virgilio va conjugando en un delicado equilibrio en el que dioses y hombres están indisolublemente unidos.

Es que el mundo es como una casa común de dioses y hombres, como la ciudad de unos y otros,

dice Cicerón en Sobre la Naturaleza de los Dioses.58

Duras son las pruebas que debe franquear el iniciado camino hacia su Destino, atravesando los planos y mundos intermediarios del alma, dejando atrás la ilusión, el sueño, lo que se cree ser, la ignorancia, los apegos y todo aquello que se presente como un impedimento hacia la reintegración en la Unidad del Sí Mismo.

Encuentro con Héleno, el adivino

Libres al viento y a la luz de las estrellas, en el lapso de su navegación hacia Italia —la tierra prometida—, antes de toparse con la violenta tormenta desatada por Eolo que les ha llevado a Cartago, Eneas ha ido fundando ciudades y dándoles nombre como ya señalamos. Pasa por Tracia, Delos, Creta y las playas Estrófadas, nombre que los griegos dan a las islas del mar Jonio donde habita Celeno y las demás Harpías. Huyen los troyanos de estas tierras ante los gritos amenazadores de Celeno que les predice infortunios por haber degollado unos toros y abatido unos novillos que los troyanos prepararon como festín. Siguen viaje sin saber por dónde les llevan los vientos; bordean las costas de Epiro y penetran en el puerto caonio y van acercándose a la ciudad griega de Butroto.59

Allí el rumor de un hecho increíble nos llena los oídos: que Héleno el hijo de Príamo, es el que está reinando sobre ciudades griegas adueñado de la esposa del Eácida Pirro y de su cetro, y que ha pasado Andrómaca otra vez a un esposo de su raza.60

Andrómaca había sido esposa del héroe troyano Héctor antes de su muerte. Y ahora, estupefacto ante lo que escucha, Eneas busca encontrarse con Héleno para enterarse de los hechos. Deja atrás las naves y desde la misma playa donde fondean, a lo lejos frente a la ciudad en un claro del bosque, reconoce a Andrómaca, quien hace su sacrificio anual frente a las cenizas del valeroso Héctor, su esposo en otro tiempo. Invocaba ella a los Manes en presencia del cenotafio de Héctor que había consagrado en el verde césped junto a dos altares. En estos menesteres se encontraba cuando ve atónita a Eneas, rodeado de armas troyanas, y desfallece. Al cabo de un rato dice a duras penas:

“¿Es de verdad tu rostro? ¿Vienes como veraz mensajero a mi encuentro, tú, nacido de diosa?”61

Y derramando un caudal de lágrimas, retumban por el bosque sus gritos. Eneas apenas llega a balbucear unas palabras entrecortadas plenas de preguntas a las que Andrómaca va respondiendo y preguntando a su vez: “¿Qué vientos, qué hados te han impelido aquí tu rumbo? ¿Qué dios, sin tú saberlo, ha querido impulsarte a esta riberas?”62 E inquiere sobre el pequeño Ascanio. Ella le cuenta que llegaron a estas tierras como esclavos de Pirro, el hijo de Aquiles. Sometida a él, Pirro ha ido en busca de Hermione, hija de Helena y Menelao, y traspasa a Andrómaca a otro esclavo, Héleno, el noble hijo de Príamo. Al morir Pirro a manos de Orestes, pasa a Héleno una parte de estos reinos, y los llama caonios, y Caonia a toda la región en memoria del troyano Caón.

En esta conversación estaban cuando en ese momento, Héleno, el adivino,63 sale de la ciudad con una amplia comitiva y se encamina hacia ellos. Les identifica y les conduce a las puertas de la ciudad. A medida que avanzan, Eneas va reconociendo una Troya en pequeño, “otro Pérgamo a imagen de la grande”.

El rey les da la bienvenida entre sus vastos pórticos. En medio de la sala hacen sus libaciones de vino, copa en alto, mientras en platos de oro les sirven los manjares. Transcurre un día y otro. Yo apremio al adivino y de él inquiero:
“Hijo de Troya, intérprete de la divinidad, tú que percibes la voluntad de Febo, lo que dicen sus trípodes, el laurel del dios de Claros, las estrellas, las lenguas de los pájaros, los presagios del ave voladera. (...) dime, tú, qué peligros debo evitar primero, con qué trazas podré superar tales trances”.64

Eneas y Héleno ofreciendo un sacrificio.
Pintura en placa de esmalte, ca. 1530.
Museo del Louvre, París, Francia.

Entonces,

Héleno sacrifica primero unos novillos, cumpliendo lo prescrito, y solicita el favor de los dioses. Y desprende las ínfulas de su sagrada frente y él mismo me conduce de la mano a tu umbral, Febo. Me turbo en tu presencia poderosa. Después el vate profiere de su boca estas palabras:
“Nacido de una diosa, es patente que navegues por el mar con bien altos auspicios. Así el rey de los dioses distribuye los lotes del destino y hace girar su curso; éste es el orden de su ciclo. Te voy a revelar sólo unas cuantas cosas entre muchas a fin de que recorras más seguro mares acogedores y logres arribar a un puerto ausonio. El resto se lo vedan a Héleno conocerlo las Parcas y la Saturnia Juno le impide revelarlo. Ante todo esa Italia que crees al alcance de tu mano, a cuyos puertos próximos, ignorante de ti intentas arribar, te la separa un largo estrecho inaccesible al hilo de luengas tierras. Y has de combar tus remos en las ondas trinacrias y surcar con tus naves el llano del salado mar ausonio. Y bordear los lagos infernales y la isla de Circe, la de Cólquida, primero que consigas hallar tierra segura en que fondear tu ciudad. Te daré las señales, guárdalas en lo hondo de tu mente”.65

Y prosigue:

“Cuando desazonado, allá a las ondas de remoto río, al pie de las encinas de su orilla halles una gigante cerda blanca tendida en tierra, madre de treinta lechoncitos también blancos, apiñados en torno de sus ubres, ése será el solar de la ciudad, ése el descanso cierto de tus fatigas. Y no te espante clavar luego los dientes en sus mesas. Ya encontrarán los hados camino para ti y Apolo acudirá cuando le llames. Huye tú de esas tierras y esas playas de la costa de Italia vecinas a nosotros, que baña la marea de nuestro mar. Pueblan aviesos griegos todas esas ciudades.66 (...) Y cuando allende el mar fondee allí tu flota e instales tus altares y cumplas en la orilla tus promesas, cúbrete los cabellos con el velo de tu purpúreo manto, no sea que entre el fuego sagrado en honor de los dioses asome un rostro hostil y turbe tus presagios. Guarden tus compañeros esta norma en sus cultos, guárdala tú también, que permanezcan puros observándola los hijos de sus hijos”.67

Sigue el adivino revelando lo que los dioses le permiten transmitir y dice:

“Así al fin victorioso dejando atrás Sicilia tendrás franco el camino de la tierra de Italia. Al punto en que a ella arribes y te llegues a la ciudad de Cumas y a los lagos sagrados y al Averno sonoro de susurros de arboledas, verás a la frenética adivina allá en el hondo de su antro peñascoso. (...) Tú allí sin que te importe la tardanza, aunque tus compañeros murmuren y te incite la premura del viaje a desplegar las velas mar adentro, y pueda henchir su seno la brisa favorable, no dejes de acudir a la adivina e implorar los oráculos rogándole que te permita oírlos de su boca y acceda a desplegar los labios y dar sueltas a su voz. Ella te dará cuenta de los pueblos de Italia y de las guerras que te esperan y de las trazas con que debes huir y plantar cara a cada trance. Y ella, si tú lo imploras sumiso, ha de brindarte próspera travesía. Esto es lo que me es dado aconsejarte. ¡Ea, sigue tu viaje y que eleven tus obras hasta el cielo la grandeza de Troya!”68

Vuelta a Sicilia

Volviendo adelante a ese lugar donde nos encontrábamos antes de narrar el encuentro con Héleno en tierras de Caonia, finalmente, Eneas abandona Cartago. Firme el rumbo de las naves mar adentro hacia tierras lavinias, Palinuro, su timonel, le señala las oscuras nubes que empiezan a cubrir el cielo. “¿Qué estás tramando, di, padre Neptuno?”, prorrumpe. Ante tales presagios obedecen las señales y tuercen de nuevo su rumbo hacia Sicilia, a la costa de Érice, donde gobernaba Acestes, hijo de la ninfa Segesta, y pariente de Eneas. Allí había encontrado la muerte hacía ya un año Anquises, padre de Eneas, dónde reposaban sus huesos. Por lo que no en vano, han debido torcer su rumbo “no sin designio y voluntad del cielo” y dan gracias a los dioses. Son momentos de rendir culto a Anquises con ritos funerarios, “celebrando conforme a lo prescrito solemnes ceremonias colmando los altares con los dones debidos”.


Eneas y Acestes. Wenceslas Hollar, 1607-1677.
Thomas Fisher Rare Book Library,
Universidad de Toronto, Canadá.

Desde lejos en la cima de un monte, Acestes divisa la llegada y corre a recibir las naves amigas. Convoca Eneas a una asamblea a lo largo de la playa y desde un montículo agradece a Acestes la acogida y se prepara a dar cumplimiento a los ritos, que al término de nueve días, darán inicio a los juegos funerarios celebrados de costumbre. Termina de hablar así:

“Guardad todos silencio y ceñid de follaje vuestras sienes”.
Diciendo esto se cubre la frente con el mirto de su madre. Hace Hélimo lo mismo y Acestes, maduro ya en edad, y lo hace el niño Ascanio y les imita todo el mocerío. Y desde la asamblea se encamina Eneas hacia el túmulo seguido de millares de los suyos. Le rodea una inmensa multitud. Allí van derramando sobre el suelo la libación prescrita, las dos copas de don puro de Baco, las dos de leche fresca, dos de sangre sagrada. Y va esparciendo flores purpúreas y prorrumpe:
“¡Yo te saludo, padre, mi padre venerado, y otra vez os saludo a vosotras cenizas, recobradas en vano, y a ti, espíritu y sombra de mi padre!” (...) Apenas terminó de hablar cuando de lo hondo de la tumba una serpiente viscosa va arrastrando siete ingentes anillos que repliega siete veces y ciñe sosegadamente el túmulo y luego se desliza por entre los altares. Su dorso esmaltan verdiazules motas. Fulgen relumbres de oro sus escamas, igual que el arco iris dardea al sol frontero allá en las nubes sus mil variados visos. Se pasma Eneas a su vista. Repta ella en el largo recorrido entre las tazas y pulidas copas y gusta los manjares y sin causar daño vuelve a lo más hondo del túmulo. Ha dejado los altares una vez consumidas las ofrendas.69

Eneas no sabe si pensar que era el genio del lugar o el espíritu de su padre. Y continúa los sacrificios según prescrito: dos ovejas, dos lechones, dos novillos y “va vertiendo vino de las tazas y evoca el alma del egregio Anquises y a sus Manes libres ya del Aqueronte”.70

Estas culturas sabían, porque así lo vivían, que todos los actos de su vida estaban impregnados de sacralidad, que todo era sagrado: los animales, las plantas, las piedras, los metales, el viento, el agua, la lluvia, el rayo y el trueno, la tierra, la sangre, el vino, etc., todo era una manifestación de lo sagrado en el mundo. Por lo que no nos extrañe que Eneas, hijo de diosa y héroe troyano, se pregunte en lo hondo de su corazón acerca de este misterio mientras llevaba a cabo los ritos funerarios de su padre. Sabido es que,

En la serpiente es obvia la presencia de lo no humano como en todo el simbolismo animal y aquellas han reaccionado unánimemente ante el misterio que la sustenta, desde sus movimientos helicoidales, conformando espirales, o su piel con un tipo de cuadriculado que representa la cosmovisión expresada en su lomo u otras formas igualmente sacras y mágicas, la mutación de su piel, ligada a la renovación cíclica, su fascinación por medio de la música y otros muchos elementos formales y de comportamiento.71

Por otro lado, recordemos el combate de Apolo con el ofidio Pitón, al que mata con sus flechas, de dónde el nombre de las pitonisas, y su función.

Durante los juegos que se llevan a cabo, nueve días después de estos ritos, sucedió que estaban ya concluyendo cuando de pronto, Ascanio, el joven hijo de Eneas, subido en su magnífico corcel regalo de Dido, divisa a lo lejos las naves, que sin resguardo, arden en llamas. Da la alarma y corren todos despavoridos hacia la playa. Ante tal devastación, Eneas levanta los ojos hacia el cielo e invoca a Júpiter desde el fondo de su corazón.

Haciendo el gesto y descargándose una furiosa lluvia del cielo que logra apagar y salvar algunas de las embarcaciones del fuego.

Pero, ¿cuál fue la causa de tan ingrata acción? Habían sido las mujeres troyanas que apartadas en otros menesteres durante los juegos propiamente masculinos: la regata, la carrera a pie, el pugilato, el tiro al blanco, y el torneo troyano con la parada ecuestre de muchachos, y aprovechando Juno esta oportunidad, les inflama el alma contra Eneas y enloquecidas deciden prender fuego a las naves. Ante la destrucción de algunas por el incendio, Eneas decide dejar atrás, en estas tierras, una parte de su comitiva. Y aunque arrepentidas ellas por sus actos, no hay vuelta atrás; zarpa Eneas hacia Cumas con el resto de sus navíos y hombres decidido a cumplir su destino.

Continuará.

NOTAS
* Virgilio. Eneida. Introducción de Vicente Cristóbal; traducción y notas de Javier de Echave-Sustaeta. Ed. Gredos, Madrid, 1992. Todas las citas están extraídas de esta traducción de la Eneida, al igual que algunas notas que aparecen en el texto “a pie de página” que compartiremos aquí ya que nos han parecido esclarecedores para la comprensión cabal del texto.
1 Federico González y cols. Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha. Revista SYMBOLOS 25-26, Barcelona, 2003. Ver online: Programa Agartha.
2 Ibid.
3 Ibid.
4 Ovidio. Fastos. Introducción, traducción y notas por Bartolomé Segura Ramos. Ed. Gredos, Madrid, 1988.
5 Ibid.
6 Ibid. Libro I 229.
7 Ibid. Libro I 231-254.
8 Federico González y cols. Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha., op. cit.
9 Federico González Frías. Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos. Entrada: “Jano”. Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2013. Integramente en versión online: Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos.
10 Federico González y cols. Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha, ibid.
11 “Los penates eran deidades domésticas, sin embargo, se equiparaban, en cierto modo, a los démones griegos y por ello se los vinculaba a energías intermediarias como los ángeles”. Federico González Frías. Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos. Entrada: “Lares, Manes y Penates”, op. cit.
12 Virgilio. Eneida. Libro I 1-11, op. cit.
13 Lucrecia Herrera. La Antigua Grecia. Ver online: Artículo.
14 Federico González y cols. Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha, ibid.
15 Ibid.
16 Federico González Frías. Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos. Entrada: “Mito”, ibid.
17 Ovidio. Fastos. Libro III 11-25, ibid.
18 Federico González y cols. Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha, ibid.
19 Ibid.
20 Federico González Frías. Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos. Entrada: “Virgilio”, ibid.
21 Ibid. Entrada: “Profecía”.
22 Ibid. Entrada: “Virgilio”.
23 Ibid.
24 Virgilio. Eneida, ibid.
25 Ibid. Libro I 257-296.
26 Virgilio. Eneida, ibid.
27 Higino. Fábulas. Introducción y traducción de Javier del Hoyo y José Miguel García Ruiz. Notas e índices de Javier del Hoyo. Ed. Gredos, Madrid, 2009.
28 Ibid.
29 Virgilio, Eneida. Libro II 557-8, ibid.
30 Ibid. Libro II 591-92.
31 Ibid. Libro II 594-603.
32 Ibid. Libro II 619-621.
33 Ibid. Libro II 713-716.
34 Ibid. Libro II 774-779.
35 Ibid. Libro I 34-50.
36 Ibid. Libro I 65-70.
37 Ibid. Libro I 89-90.
38 Ibid. Libro I 228-236.
39 Ibid. Libro I 254-284.
40 “Argos era, como Micenas, una famosa ciudad del sudeste de Grecia. Como el resto de Grecia, fue sometida por Roma y pasó a ser provincia romana el año 146 a. C.; Asáraco era un rey troyano”. Nota del traductor.
41 “El poeta se refiere por boca de Júpiter a la paz y concordia que establecerá Quirino, esto es Rómulo, con lo que cesarán las guerras civiles. Quirino era una antigua deidad itálica que los romanos identificaron con Rómulo”. Nota del traductor.
42 Virgilio, Eneida. Libro I 284- 294, ibid.
43 Ibid. Libro I 301-303.
44 Ibid. Libro I 321-324.
45 Ibid. Libro I 326-332.
46 Ibid. Libro I 371-385.
47 Ibid. Libro I 387-391.
48 Ibid. Libro I 394-404.
49 Ibid. Libro I 413-14.
50 Ibid. Libro I 691-694.
51 “Divinidad libia que se identificó con Júpiter. Amón engendró a Jarbas de una ninfa de los garamantes, pueblo de Libia”. Nota del traductor.
52 Virgilio, Eneida. Libro IV 222-238, ibid.
53 Ibid. Libro IV 239-244.
54 Ibid. Libro IV 259-270.
55 Diosa griega, vinculada a Hermes, es intermediaria entre cielo y tierra y mensajera de los dioses, especialmente de Hera-Juno. Se la describe como el arco iris.
56 Virgilio, Eneida. Libro IV 694-95. ibid.
57 Ibid. Libro IV 965- 705.
58 Cicerón, II, 62. Sobre la Naturaleza de los Dioses. Tr. Ángel Escobar Chico. Ed. Gredos, Madrid, 2009. Citado en el Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos de Federico González Frías. Entrada: “Mundo Intermediario”, ibid.
59 “Puerto del mar Jónico, en el Epiro, al nordeste de la isla de Corfú, hoy Butrinto”. Nota del traductor.
60 Virgilio, Eneida. Libro III 294-297, ibid.
61 Ibid. Libro III 310.
62 Ibid. Libro III 337-38.
63 Héleno y Casandra, la profetisa, eran hijos gemelos de Príamo y Hécuba. Se cuenta que cuando nacieron, “sus padres dieron una fiesta en el templo de Apolo Timbreo, situado fuera de las puertas de Troya, a cierta distancia. Al anochecer se marcharon olvidándose de sus hijos, los cuales pasaron la noche en el santuario. A la mañana siguiente, cuando fueron a recogerlos, los encontraron dormidos, mientras dos serpientes les pasaban la lengua por los órganos de los sentidos, para “purificarlos”. Ante los gritos que proferían los padres asustados los animales se retiraron a los laureles sagrados que allí crecían. Más tarde los niños poseyeron el don profético que les habían comunicado la ‘purificación’ de las serpientes”. Aunque a Casandra se le considera como una profetisa “inspirada”, Héleno “interpretaba el porvenir examinando las aves y los signos exteriores”. Pierre Grimal. Diccionario de Mitología Griega y Romana. Ed. Paidós, Barcelona, 1984.
64 Virgilio, Eneida. Libro III 353-368, ibid.
65 Ibid. Libro III 369- 388.
66 Ibid. Libro III 389- 398.
67 Ibid. Libro III 403-409.
68 Ibid. Libro III 440-461.
69 Ibid. Libro V 71-93.
70 Ibid. Libro V 97-99.
71 Federico González Frías. Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos. Entrada: “Serpiente”, ibid.
Home Page